viernes, 20 de marzo de 2020

VACANZE ROMANE (Sé de qué huyo pero ignoro lo que busco) Episodio 6

 PiazzaNavona


Jean Juan Palette-Cazajus

Sería absurdo no dar un pequeño rodeo, son menos de dos pasos, para ir a saludar la Piazza Navona. Casi resulta turbador que esté donde pensábamos encontrarla. El problema con los lugares tan conocidos, característicos y emblemáticos es que lo encierran a uno en el universo perverso de la tautología. Comprobamos que, efectivamente, la Piazza Navona sigue estando donde «tié que estar» como habría refrendado Rafael el Gallo, imprevisible torero y filósofo de la tautología. En cambio creo que resulta punto menos que imposible determinar si son las fotos las que la reproducen perfectamente o si es ella la que se parece con asombrosa fidelidad a sus fotos. Está empezando a lloviznar y comprobamos concienzudamente que todos los elementos encajan. Por el lado de Sant’ Agnese parece que todo está en orden. Fachada, campanarios y cúpula siguen contraídos en el espacio donde solo Borromini podía haberlos encajado. La «Fuente de los Cuatro Ríos» también sigue «donde tié que estar» y la figura del grandilocuente Rio de la Plata sigue ostentando una mano admonitoria y teatral. ¿Seguirán los guías actuales contando las mismas trolas raídas a cuenta de la, por otra parte innegable, rivalidad entre Borromini y Bernini? Recuerdo perfectamente mi primer contacto con la plaza, también de noche, y la voz de un guía contando la cansina historieta. En aquellos momentos y época yo vivía entre las emociones de Goethe y el síndrome de Stendhal. Más o menos como si me encontrara entre las páginas de un espléndido libro de historia del arte. Pero ya estamos cansados y va lloviendo más fuerte. No obstante seguimos deambulando un ratito más alrededor de la fuente de los Cuatro Ríos. Pocas postales hay tan requetevistas y canónicas como esta pero sigue teniendo una energía extraordinaria que irradia por todas las curvas y los poros de la piedra. Hoy me habita un sentimiento paradójico que casi llega a postergar el sentimiento estético : mientras nuestra historia se aleja, definitivamente avejentada, los monumentos que nos ha legado lucen cada vez mejor restaurados. No es que me sienta de vuelta de todo, «blasé», como se dice en francés, lo que experimento es un extraño malestar y una temerosa incredulidad frente a la duración milagrosa de algunas cosas. ¿Y si lo que perdura solo lo hiciera porque está muerto? Así como los cuerpos momificados duran infinitamente más que los vivos. Así como la particular entrega de nuestra cultura al culto de los monumentos, de las ruinas y de los tiempos fenecidos dice la nostalgia de haber sido y la duda de seguir siendo.

 Piazza Navona hacia 1750

La caminata casi a la carrera por la Vía del Corso y luego la Vía della Vite se va haciendo demasiado húmeda. Al accceder a la Plaza de España saludo la nada mezquina bandera rojigualda desplegada en el balcón corrido del «Palazzo di Spagna», sede de la embajada ante la Santa Sede. Luego la sorpresa va a ser morrocotuda: ¡la escalinata está casi desierta! quitando algún que otro transeunte con paraguas subiendo las gradas. El pavimento mojado y el alumbrado acentúan todos los contrastes entre los volúmenes de los escalones, la horizontalidad de las huellas y la verticalidad de las contrahuellas. Nunca me había dado cuenta hasta qué punto toda la composición es un sistema ondulatorio de suaves curvas y contracurvas cuyo ritmo ascendente viene acompasado por la verticalidad de los antepechos que protegen los rellanos. Estos sirven para poner dos pausas mayestáticas en la ascensión. El juego de luces y sombras es casi caravaggesco y la iglesia allá arriba no es tanto la protagonista como el perfecto remate de la escalinata. A partir de «Vacaciones en Roma» y las ñoñerías de Audrey Hepburn y Gregory Peck, estas gradas se habían venido convirtiendo en un inerte «gimmick» turístico, hasta terminar colonizadas y empuercadas por el masivo «botellón». Jamás había pensado en la posibilidad de que pudiesen volver a despertar en mí tan fuerte sentimiento estético. La subida se encarga de demostrar hasta qué punto esta escalinata no es un simple medio de acceso sino un espacio que se escenifica a sí mismo, acorde con la pura ortodoxia barroca. Desde el antepecho de arriba, oscura, imponente y próxima, la cúpula de San Carlo al Corso, tercera más grande de Roma, me está tapando la de San Pedro que aparece finalmente, casi traslúcida, en la lontananza húmeda de la noche.

 San Agnese

«Estaba al pie del Pincio. Subí la inmensa escalera de la Trinitá dei Monti que Luis XVIII acaba de hacer restaurar con magnificencia y alquilé un alojamiento[...]en la Vía Gregoriana. Desde la mesa donde escribo, veo las tres cuartas partes de Roma. Enfrente de mí, al otro lado de la ciudad, se levanta la cúpula majestuosa de San Pedro» escribe Stendhal en 1827. Los viajeros del pasado no solían concederle particular dimensión preferencial a un espacio que, todo lo más, les resultaba una curiosidad  pintoresca en la geografía de la ciudad. Parece que fuese una zona donde los viajeros románticos buscaban preferentemente posada, tal vez por la altura y la calidad del aire que evitaba las proximidades insalubres y húmedas del Tíber. Aunque allá abajo de las escaleras, está la casa donde John Keats viniera a morir de tuberculosis en 1825, dos años antes de la útima estancia de Stendhal. En cuanto a Baroja, ciertamente poco proclive a los arrebatos líricos, en «César o Nada» alude a la Trinidad de los Montes en varias ocasiones pero sin comentarios ni emoción particular. La iglesia está abierta pero solo asequible su parte trasera. Imposible echarle un vistazo a las capillas afrescadas por un panel de primeros pinceles del Renacimiento. Apenas si podemos intuir allí la impresionante Deposición de la Cruz,  aparatosa composición manierista de Daniele da Volterra aquél que, constreñido por prelados estreñidos, les pusiera taparrabos a los personajes del «Juicio Final». El hombre valía mucho más que su oprobioso apodo de «Il Braghettone». Recordemos de paso que por aquellos años, papas como Pío V y Gregorio XIII, se mostraron obsesionados por las ganas de cargarse definitivamente la obra de Miguel Angel. Hasta el punto de que, en 1572, cierto pintor cretense que llevaba dos años en Roma y conocido como «Il Greco», se ofreció para repintar el techo de la Capilla Sixtina. Nunca me cayó bien el personaje.

 Bernini. Fuente de los cuatro ríos

Para asombro de mis familiares, en la sobria y renacentista iglesia todas las informaciones están en francés. El italiano y los otros idiomas aparecen en letra pequeña. La iglesia pertenece efectivamente a Francia desde el siglo XVI, no sé exactamente con qué estatuto, y sigue formando parte de las posesiones francesas históricas en Roma.  Aparentemente la parte alta de la Tinitá dei Monti se consideró un tiempo «quartiere francese» y de hecho, a dos pasos, sigue la Academie de France, o sea la Villa Medici. Mientras la Piazza di Spagna era, como se puede inferir, «quartiere spagnolo». De modo que aquí, en este reducido pañuelo espacial, los embajadores de las dos naciones intrigaron y trataron de presionar los pontífices durante siglos, en el sentido de sus respectivos intereses nacionales. Un diplomático francés del siglo XVII, llamado Etienne Gueffier dejó asignada en su testamento una importante cantidad de dinero destinado a construir la escalera.

 Bernini. El Río de la Plata

Los herederos cuestionaron la cantidad. Tal vez por ello las obras, que solo se realizaron entre 1723 y 1725, parece que se deterioraron rápidamente lo que explicaría la restauración de los 136 escalones por Luis XVIII, primer soberano de otra «Restauración», en este caso la borbónica tras la caída de Napoleón. La última intervención es de 2016,  financiada por la firma Bulgari cuya sede está en la vecindad. Por cierto, desde este pasado verano las autoridades municipales han prohibido definitivamente, bajo multa cuantiosa, cualquier sentada en la escalera. Mientras volvemos a bajar, podemos disfrutar, casi apaciblemente, del punto de vista sobre la Fontana della Barcaccia, al pie de la escalinata. Esta idea de los Bernini, padre e hijo, a la vez genial e incongruente: una barca de piedra medio hundiéndose en el agua, produce un efecto mágico. La talla de la barca es ciertamente sutil y acertada pero hay algo más. Esta fuente tiene eso que se llama duende. Parece que no le quedan huellas del vandálico asalto que padeció en 2015 a manos de una horda futbolera de hooliganes holandeses.

 Escalinata Trinità dei Monti

Tras el regreso en metro buscamos algo de cenar en el bar justo enfrente de nuestro domicilio. El camarero que nos atiende me pregunta si soy español. No me ha preguntado si era francés pese a que nos está oyendo hablar. Infiero, aliviado, que mi acento italiano es malo pero no indecente. En algún momento añade: «I latinoamericani stiamo colonizzando l’Italia», lo que me sorprende porque su acento y expresiones suenan totalmente romanas. Advierto que la señora que está en la caja tiene un aspecto un poco mestizado. Propone guisarnos algo caliente. Encantados pedimos cada uno un plato de pasta. Debo decir que mis «spaghetti caccio e pepe» serán la mejor pasta que coma estos días en Roma.

Fontana della Barcaccia