lunes, 16 de marzo de 2020

VACANZE ROMANE (Sé de qué huyo pero ignoro lo que busco) Episodio 4

 El pan y el Circo


Jean Juan Palette-Cazajus

 En algunos momentos de nuestra estancia llegamos a evocar con temblor algo que tenía que ser una pesadilla recurrente: el anual retorno veraniego, en número siempre crecido, de las hordas de Alarico. Aquel período en que éstas vuelven a traspasar la Muralla Aureliana para arrasar -bermudas, chanclas y selfies- una Roma canicular desertada por los romanos. Estábamos a 19 de enero, eran las mareas más bajas del año y la presencia de los herederos de ostrogodos, visigodos, francos, carpetanos y vetones, vándalos y demás tribus, era no obstante considerable. Pero hasta donde alcanzara la vista, ninguno de los allí presentes dedicaba un sola mirada al monumento. A nadie parecía importarle la perfecta albañilería de los bloques colosales en «opus quadratum», ni la canónica superposición de los órdenes dórico, jónico, corintio y rústico que acompasa los cuatro pisos del imponente perímetro. 

Ni la truculenta historia del lugar. La gente tomaba cerveza, comía  pizzas y panini, estaba rutinariamente enfrascada en el teléfono, se sacaba selfies, charlaba, chillaba o dormitaba pero nadie parecía realmente interesado por el edificio a cuyo reclamo habían acudido. Uno aludía en las mentadas crónicas al hecho de que, para el turismo de masas, cuenta menos la meta que el propio desplazamiento terapéutico. La simple «accesión» a la proximidad o al interior de los monumentos repertoriados como ineludibles es lo que hoy basta para legitimar el viaje, ya no la imposible «relación» con ellos. La relación personal y participativa que establecieran Stendhal y sus homólogos con los lugares visitados requería tiempo, soledad ...y privilegios. Por esto la foto virgen de adherencias periféricas, la foto relicario, la foto canónica que debe parecerse escrupulosamente a los reclamos que ofrecen las guías, los folletos e incluso los libros de arte, es la que sella la verdadera dignificación ritual del viaje. Significa que la peregrinación se ha desarrollado con arreglo a la liturgia. Y por esto las fotos que indignaban a mi hermana no solamente eran blasfemas sino que devolvían el Coliseo a la vulgaridad de una cotidianeidad urbana que es precisamente aquella de la que trata de huir el turista, mientras su destino - ¡terrible paradoja!- tiende a reconstituirla dondequiera que vaya.
 Foros Imperiales

La verdad, yo tampoco le estaba prestando la atención requerida al prestigioso monumento. Salvando destellos fugaces durante los cuales me volvía a interpelar la colosal materialidad de sus bloques y paramentos o mientras parpadeaba intermitente la intuición de aquella dimensión «otra» que tuvo la cultura antigua, hoy definitivamente irreconocible. Pero fui incapaz de barrer la percepción inicial y el sentimiento de encontrarme frente a un gigantesco llavero souvenir de fabricación china.  El viejo anfiteatro romano ha sido reprogramado durante siglos para inspirar sentimientos mitigados. Como todos, quedé expuesto a la ideología negativa que lo rodea, a la evocación de los sangrientos juegos del circo, a la cegadora crudeza de la relación que tuvieron los romanos con la muerte, tan bien analizada por Paul Veyne en «El pan y el circo». Pesaba en este caso una evidente disonancia cognitiva entre la admiración intelectual y la inhibición de los afectos. Sin duda pesaba también el desacierto de la actual inserción urbana del Coliseo, tal que desaforado cachivache de mobilliario urbano, penalizado por las desastrosas intervenciones mussolinianas. Y en cuanto al conjunto de los inmediatos Foros Imperiales, salvando también contados destellos, uno sabía de antemano que el resultado iba a ser todavía peor: a parecida frigidez emocional se añadiría esta vez un gran hastío intelectual.

 Foros

Decidimos ascender un poco por las verdeantes y relativamente tranquilas pendientes del Palatino.  Entramos incluso en la bucólica iglesia franciscana de San Bonaventura, tan austera que no parece romana. Llegamos a saber que había sido fundada en 1622 por el beato Fray Bonaventura de Barcelona y que albergó sus restos hasta 1972 en que fueron trasladados a Riudoms (Tarragona). Allí abajo, veíamos los visitantes paseando por el perímetro mezquino de los Foros como por una feria de muestras o por un cementerio. Como venía siendo habitual tiempo ha, volví a experimentar la misma sensación de fracasada indigencia. «-¿Quiere usted que bajemos al Foro? dijo el abate.  - ¿Allí donde están las piedras? No ¿Para qué?» La respuesta del escéptico César, el protagonista de la novela de Baroja, podría ser hoy la mía. Entre mi cabeza y el raquítico espectáculo se interponían irresistiblemente el vandalismo, el fanatismo, la codicia y la indigencia de los humanos. Desfilaban en bucle las fechas de los principales saqueos que depredaron la urbe y la historia de los hombres que la terminaron sepultando bajo tierra. Hasta que llegara el momento de báscula, que vio, a la inversa, las últimas osamentas de la Antigüedad sistemáticamente desenterradas y desempolvadas para quedar expuestas a la veneración y la curiosidad macabre. Desastroso fue el primer saqueo de la ciudad a manos de los visigodos de Alarico en 410. Repetido en 455 por los vándalos de Genserico y en menor medida, en 472 por los germanos -arrianos y romanizados- de Ricimero. En cambio, la toma definitiva de Roma por Odoacro, en 476, no ocasionó particulares destrucciones. Roma cayó sin combatir porque no quedaban hombres para guarnecer las murallas. En cambio, sí que volvieron a liarla parda los ostrogodos de Totila en 546. Tres siglos más tarde, en 846,  les tocó el turno a los sarracenos. Y todavía quedaba material para destrozar y rapiñar cuando se apuntaron los franconormandos de Robert Guiscard, en 1084, casi dos siglos y medio más tarde. Hasta llegar al último desastre, el «sacco» de 1527 contra la Roma de Clemente VII, a manos de los lansquenetes alemanes, ya luteranos o criptoluteranos, de Carlos Quinto. Con la nada desdeñable colaboración de las católicas tropas españolas a las órdenes de Alfonso de Ávalos. Y entre saqueo y saqueo, hasta muy entrado el siglo XVII, sin duda, espóradicamente, hasta el XIX, vimos como prelados, patricios y plebeyos se dedicaron a expoliar masiva y concienzudamente la cantera de Ali Baba.

 Foros

Tanto proclamado desprecio por los Foros Imperiales necesitaba una excepción como conviene a toda pose estética de viejo dandi malcriado. Ya cerca del Capitolio y fácilmente visible desde la «Vía de los Foros Imperiales», aquel alevoso hachazo a ellos infligido por el exhibicionismo iletrado del Duce, se yerguen tres esbeltas columnas acanaladas, con sus capiteles corintios. Las remata incompletamente un trozo corto de entablamento decorado mediante follajes exquisitamente tallados. Es lo que queda del templo de Venus Genitrix erigido por Julio César en 46 a.C,  muy reconstruido bajo Trajano y luego bajo Diocleciano. Mi desencuentro con los Foros es antiguo,  pero aquellos restos me hicieron tilín desde el primer momento. Bastaban, pensaba yo, para sugerir la «grande bellezza» que caracterizaría el conjunto inicial. Siempre me había asombrado la longeva verticalidad de aquellas tres columnas, dos de ellas cinchadas de hierro, con su exiguo pedazo de entablamento. Estos días sirvieron, entre otras cosas, para que descubriera que en realidad tan milagrosa verticalidad dormía horizontal bajo tierra hasta que fuese exhumada, en 1932, con motivo de las obras del susodicho atropello urbano. De modo que tampoco era milagro ni excepción: sólo ortopédica reconstrucción.


 Foros

 Mi problema con los foros es un problema de interpretación histórica, no de sequedad estética. ¡Cómo no voy a ser sensible al escalonamiento de los volúmenes sobre las colinas; al contraste de los colores: piedra de columnas y pórticos, ladrillo de muros y bóvedas residuales, verde de pinos y cipreses; a la superposición de las épocas: restos antiguos, campanario medieval de Santa Francesca, iglesias y cúpulas! ¡Cómo no iba a disfrutar mi pesimismo orgánico de tan emoliente panorama crepuscular! Desde las agradables pendientes del Palatino y de los «Orti farnesiani» se sigue divisando la gente paseando en medio de aquel sembrado de patéticos muñones, los menos, erectos, los más, de cuerpo presente. De pronto advierto, casi a mi altura, allá al otro lado de los Foros, una silueta inconfundible y familiar. ¡Cómo había podido olvidarla!

 Arco de Constantino

Quien conozca el sentido del término taurino «querencia» entenderá inmediatamente la particularidad de mi relación con el pequeño edificio que domina los foros, allá enfrente. Se trata de una modesta iglesia literalmente construida en el interior del templo que Antonino Pío, emperador entre 138 y 161 d.C., dedicara a su mujer Faustina. Seducido desde el primer momento por su personalísima silueta, la creí siempre cerrada al culto y pasaron años sin que llegara siquiera a preocuparme por su nombre: Se llama San Lorenzo in Miranda. La primera vez, quedé subyugado por su imagen, mixta, recoleta, enigmática, que me pareció entonces un colmo de la «romanidad». El hermoso e intacto pórtico corintio del templo antecede la discreta fachada ecclesial, particularmente sobria si exceptuamos el expresivo frontón barroco que la remata, con su curvatura doblemente partida . Esta particular aleación entre el «pathos» barroco del frontón y el «ethos» clásico del pórtico confiere a la imagen una pregnancia para mí exquisita y definitivamente simbólica.

San Lorenzo in Miranda