jueves, 19 de marzo de 2020

VACANZE ROMANE (Sé de qué huyo pero ignoro lo que busco) Episodio 5

Basílica de Majencio


Jean Juan Palette-Cazajus

Hacia la Piazza di Venezia, por la intrusiva Vía de los Foros Imperiales nos vamos despidiendo de los mismos. Bordeamos las construcciones antiguas más imponentes y al cabo mejor conservadas de los foros, es decir lo que queda de la grandiosa basílica de Majencio y Constantino, una mole de ladrillo que hoy aparece totalmente encorsetada de arriba abajo por un impresionante apuntalamiento metálico. Lo que la contemplación de las ruinas romanas ha estado evocando para mí, durante estas últimas horas, ha sido más bien su natural tendencia a regresar al barro primordial. El espectáculo que tenemos ante los ojos sugiere una situación particularmente inquietante y premonitoria. Me enteraré de que el imponente aparato ortopédico trata de proteger la basílica de las vibraciones engendradas por las obras del metro. Esa interminable línea C que lleva decenios a ritmo de tortuga porque tropieza a cada paso con espectaculares hallazgos arqueológicos. Acuérdense de aquella secuencia sobrecogedora de «Fellini Roma». Roma fue ingente y buena parte sigue ahí abajo.

 El Vittoriano a distancia higiénica

Ya sea metabolismo lento o simple consecuencia de mi parva apariencia, mi autonomía de desplazamiento sin necesidad de repostar es considerable. En cambio mis dos acompañantes manifiestan síntomas de desnutrición y les noto más preocupados por su propia supervivencia que por la de la basílica de Majencio. El problema es que hemos venido a dar en la zona de Roma donde nadie puede sentar las posaderas sin renunciar por la misma ocasión al último resto de pundonor que el turista más borreguil debe tratar de conservar.  Según íbamos desembocando en la Plaza de Venezia,  la desaforada mole del monumento a Vittorio Emmanuele II, oficialmente llamado «Altare della Patria», ya llevaba un rato, a nuestra izquierda, apabullándonos desde la desproporción. Nada más casposo que los tópicos sobre Italia y los italianos.  Pero ¡Santa Madonna! ¿Cómo fue posible tan descomunal alarde de retórica pastelera? ¡Tal demostración de que, desde la virginal blancura, podía corromperse todo un entorno! Cómo es posible que no surgiera ninguna iniciativa nacional para acabar con ese «enorme tumor blanco» como lo definía Gabriele d’Annunzio, nada sospechoso de tibieza patriótica. El monumento siempre fue criticado pero tengo entendido que se ha ido creando cierto consenso resignado alrededor del mamotreto. Asi es el destino de todos los símbolos nacionales: lo que termina imponiéndose es su función de vínculo comunitario, no su belleza ni siquiera, en muchas ocasiones, su verdad u autenticidad.

 Bernini
Elelefantedela sabiduría

Antes hubo allí un pequeño barrio medieval borrado con motivo de la desafortunada construcción. Encontré una foto de 1870, sacada aproximadamente desde el futuro emplazamiento del también llamado «Vittoriano». Lo único que se reconoce es el torreón del Palacio de Venezia sin su actual almenado «medieval», también resultado de modernas restauraciones, y el inicio de la Vía del Corso. La apertura de la «Vía del Impero» (hoy «de los Foros Imperiales»), bajo Mussolini, destruyó otro barrio parecido. Se trataba de una Roma hoy irreconocible, tranquilamente pueblerina y provinciana, que todavía se intuye en la citada  novela de Pío Baroja. Aquellos barrios disgustaban la burguesía post Risorgimento que ansiaba una capital comparable con Londres o París. Pero también se mostraron ciegos o indiferentes ante las consecuencias estéticas del proyecto los «progres» de entonces, todos aquellos que deseaban la emergencia de fuertes símbolos para la «Terza Roma», una Roma moderna que no fuese ni la antigua ni la papal. Las obras del «Vittoriano» duraron de 1885 a 1911 y es curioso que no aparezca la menor alusión en la novela barojiana, escrita poco antes de 1910 con profusas referencias a la geografía de la ciudad.

Mis dos acompañantes hambrientos acatan a regañadientes mi exhortación a la dignidad del turista pero las aceras estrechas son intransitables. Sin casi darnos cuenta, nos hemos visto empujados hacia la Vía del Corso. El tropel no nos permite recrearnos un solo momento en el desfile  de fachadas palaciegas de la que fuera durante siglos la calle emblemática de la ciudad. Tratamos de huir a la desesperada por una bocacalle a la derecha pero sigue fluyendo la corriente. Recapacito unos segundos. ¡Horror! ¡así vamos directo hacia la Fuente de Trevi! Hay sitios mejores para la tranquilidad reflexiva. Volvemos a cruzar la Vía del Corso hasta encontrar, concurrido pero acogedor, un bareto donde además – cosa poco habitual en el barrio - suena mayoritaria la lengua de Dante. Cuando salimos, atardece y desembocamos en la plazoleta que responde al romanísimo nombre de Santa María sopra Minerva. Frente a la anodina fachada de la iglesia, está el singular elefante de Bernini, con su obelisco egipcio a cuestas. No se trataba solamente de crear una composición tan excéntrica como estimulante para el espectador. Aquí hay mucho gato, o mejor dicho  mucho símbolo, encerrrado: sólo las mentes robustas como el elefante pueden cargar con el peso de la ciencia («..robustae mentis esse/ solidam sapientiam sustinere»). Sin duda merecía mayor atención, pero desde el ángulo de la plaza  nos convocan, oscuros y macizos, los muros rotundos del Panteón, que los romanos siempre llamaron la «Rottonda».

 Panteón

 La primera mirada queda atrapada por la evidencia escueta y majestuosa de la fachada. El desnudo frontón exhibe las cicatrices de los bronces y estátuas que le vinieron arrancando, contumaces, bárbaros y Barberini, pero el triángulo esencial sobre columnas sigue enunciando el alfabeto primordial de la razón y de la belleza. M.AGRIPPA.L.F.COS.TERTIUM ME FECIT. Me invade la extraña sensación de saber la inscripción de memoria. Marcus Agrippa, fiel lugarteniente de Octavio, el futuro Augusto, proclama primero como buen romano, su pertenencia a la continuidad de su «gens» y nos recuerda que es «Lucii Filius».

El gran óculo alternativamente negro y azul

Luego, que  «esponsorizó» este edificio durante su tercer consulado, se supone que hacia 27 a.C.  Frente al imponente pórtico de ocho columnas corintias, me pregunto de repente cómo nos pudo llegar la inscripción fundacional puesto que el templo inicial levantado por Marcus Agrippa, que además era rectangular, quedó totalmente destruido durante el gran incendio de 64 d.C, achacado a Nerón por una de las primeras fake news de la historia. Volvió a quedar seriamente dañado por otro incendio más puntual, treinta años maś tarde, bajo Trajano. La apariencia de Roma fue producto de los incendios, tanto como de la historia. Lo poco que nos queda pertenece casi siempre a la era imperial, muchas veces tardía, lo que lastra nuestra capacidad de reconstruir el aspecto urbano de períodos anteriores. Y así tendemos a olvidar que la Roma republicana era mucho menos mármorea y suntuosa que la imperial. El Panteón que nos ha llegado es el que quedó reconstruido a partir de 125, bajo Adriano. Aquel Adriano, cuyas imaginarias memorias, extraordinariamente noveladas por Marguerite Yourcenar, se convirtieron en obligada lectura cuando Edhasa publicó por fin en España la excepcional traducción de Julio Cortázar. Al espíritu sincrético de Adriano se debe tal vez esta «cella» circular, excepcional en Roma y que convoca todas las divinidades veneradas en el Imperio. Cuando franqueamos el solemne pórtico, ni siquiera la dominguera bulla turística es capaz de apagar el sentimiento reverencial que nos contagian las majestuosas columnas.


Panteón interior

Apenas traspasadas las apabullantes puertas de bronce, la abrumadora evidencia de la  cúpula abierta sobre el anochecer nos aplasta. «Yo había querido que este santuario de todos los dioses reprodujera la forma del globo terráqueo y de la esfera estelar que encierra la semilla del fuego eterno, de la esfera hueca que todo lo contiene.[…] La cúpula... comunicaba con el cielo mediante un gran óculo alternativamente negro y azul.[...] Desde allí el disco solar colgaba como un escudo de oro; La lluvia formaría sobre el pavimento un charco de agua pura» (M. Yourcenar, «Memorias de Adriano»). La luz artificial perturba la percepción orgánica del espacio y coincidimos en la ineludible obligación de regresar de día. Somos muchos los que deambulamos o permanecemos sentados con una actitud profundamente diferente de la que rodeaba el Coliseo. Un altavoz intempestivo demanda silencio, a intervalos regulares: oficialmente el edificio se llama hoy «Santa María ad Martyres». Hay algo profundamente absurdo en la existencia de un altar mayor, apenas identificable, en un edificio cuya concepción panteista del espacio y del tiempo es la antítesis de la fundamental axialidad de los templos cristianos. La misma axialidad estructural que conformó las mentes y las ideologías salvíficas heredadas del tronco monoteísta, llámense cristianismo o marxismo. En realidad la asistencia se manifiesta aquí espontáneamente impresionada y respetuosa y el runrún es de lo más soportable. A las chirriantes e inútiles admoniciones del altavoz se añade la presencia de dos señores mayores con boina y capote oscuro marcado con la cruz de Savoia, caras poco gratas, entre anacrónicas y avinagradas, que montan una guardia muy retórica delante de una de las exedras que acompasan el perímetro. Ahí está el sepulcro de Vittorio Emmanuele II, artífice de la unidad italiana. Su nostalgia monárquica es sin duda respetable pero la particular grandeza narrativa del lugar los devuelve a otro espacio/tiempo y quedan reducidos a una marginalidad tan insignificante como incongruente. Cuando salimos, el contraluz ascendente de las columnas del pórtico aspira la mirada hacia las alturas de las vigas y los techos. Su desnudez sigue gimiendo silenciosamente contra la rapiña de aquel papa Barberini que arrambló con todo el bronce de las tejas y de los revestimientos iniciales, hoy transubstanciado por Bernini en el Baldaquino de San Pedro.


Pórtico del Panteón