lunes, 30 de marzo de 2020

Bartolo




Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Puede que Bartolo, peludo y suave, sea tan grande como Platero, el burro que acarreó la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol que mandaba moras y claveles a Juan Ramón. Pero lo que libra a Bartolo de ser burro es que ladra. Sí, señor.

«De muy grande ladrido y espantoso» es Bartolo, como Alonso de Herrera decía en 1500 que habían de ser los perros como Bartolo, cuyo robo se castigaba entonces con el pago de cinco carneros: «Cara que parezca de hombre, muy grande boca, y muy ancha, y muy abierta, los bezos grandes que cuelguen de la boca, las orejas muy grandes, y caídas, los ojos muy relucientes, vivos que parezca que centellean, prietos y no zarcos...» Y, por supuesto, «de muy grande ladrido y espantoso». Porque el pollo pía. La gallina, cacarea. La golondrina, trisa. El pato, parpa. La perdiz, cuchichía. El pavo, tita. El gato, bufa. La pantera, himpla. La culebra, silba. El vecino, canta. Y el perro... ladra. Bien mirado, el único animal doméstico que no abre la boca es el besugo, pero... ¡a qué precio en estas fechas!

No contábamos, sin embargo, con la tradición municipal, que, si es democrática, obliga a los Ayuntamientos a improvisar ordenanzas pensando en las urnas. La urna, como denunciaban los viejos analistas políticos, atrae. Lo mismo que la hucha. Hay una explicación: «Ambas tienen su ranura. Por la una se echan papeletas que representan poder. Por la otra, papelitos que representan dinero.» Y el Ayuntamiento de Madrid, no se sabe si consciente de que la ciudad se aburre en la espera de la cita olímpica del año 2012, ha improvisado una ordenanza por la que se conmina con multa de cincuenta mil pesetas a los perros ladradores. Bueno, tampoco el poder municipal disponía en Madrid de más alternativas para la recaudación, si se tiene en cuenta que de la represión económica de los perros mordedores ya se encargaba el poder autonómico. Perro ladrador, poco mordedor, pero igual de contribuyente.

En lo que a animales domésticos respecta, la ordenanza madrileña permite piar a los pollos, cacarear a las gallinas, trisar a las golondrinas, parpar a los patos, cuchichiar a las perdices, titar a los pavos, bufar a los gatos, himplar a las panteras y silbar a las culebras, pero prohíbe, bajo multa de diez mil duros, cantar a los vecinos y ladrar a los perros. No me preguntes, Bartolo, la razón. ¿Qué razón dio Yahvé para prohibir las manzanas en el Paraíso? Hombre, multar a los vecinos por cantar ya no escandaliza a nadie. Responde a una lógica presupuestaria según la cual, si el Ayuntamiento quiere, se puede cantar, y si no quiere, no. Como «sésamo» financiero, servirá para aliviar un poco los sablazos municipales a las empresas para la alegría del año 2012.

Pero multar a los perros por ladrar supone caer en los lugares comunes de la superstición. Ortega, por ejemplo, sostenía que el animal doméstico es una realidad intermedia entre el puro animal y el hombre, sin que con esto queramos dar a entender que la ordenanza madrileña está redactada por un burócrata orteguiano. El caso es, Bartolo, que, según Ortega, en el animal doméstico actúa ya «algo así como» razón. El ladrido, por lo visto, no es natural al perro. Las especies de que procede no ladran: aúllan. Y los perros más antiguos ni ladran ni aúllan: son mudos.

En la relación de su primer viaje. Colón subrayó que los perros antillanos no ladraban. No sé ahora, pero entonces habían dejado de aullar y aún no habían aprendido a ladrar. Para Ortega, entre el ladrido y el aullido la diferencia es radical: «El aullido es como el grito de dolor en el hombre, un "gesto" expresivo (...) Pues bien, el ladrar es ya un elemental decir. Cuando el extraño pasa a la vera de la alquería, el perro ladra, no porque le duela nada, sino por-que quiere "decir" a su amo que un desconocido anda cerca (...) Y el amo, si conoce el "diccionario" de su can, puede saber, lo que encuentro pavoroso, si el viandante es pobre o rico.» Como el Ayuntamiento, Bartolo. Como el Ayuntamiento.



Cuando el extraño pasa a la vera de la alquería, el perro ladra, no porque le duela nada, sino porque quiere "decir" a su amo que un desconocido anda cerca (...) Y el amo, si conoce el "diccionario" de su can, puede saber, lo que encuentro pavoroso, si el viandante es pobre o rico.»