domingo, 15 de marzo de 2020

Pena capital



Ignacio Ruiz Quintano


Que la pena capital es un asunto muy delicado ya lo cantaba Javier Krahe hace muchos años. Krahe, ya se sabe, era partidario de la hoguera, porque la hoguera tiene «un qué sé yo» que sólo tiene la hoguera. ¿Y no sería la hoguera de Krahe un globo sonda, como ocurre con la cadena perpetua? Ya lo veremos.

Desde un punto de vista utilitarista, la ley penal no es más que el método de hacer coincidir los intereses del individuo con los de la comunidad. Según esto, el fin del castigo consiste en impedir el crimen, y su certeza ha de ser más importante que su severidad. Para los anglosajones, la importancia de ser severo sólo es un título literario que en España se tradujo como «La importancia de llamarse Ernesto», con lo que se demuestra que la severidad, al menos para nosotros, es una cuestión de interpretación, y ésta suele oscilar entre los treinta años y la pena capital, pasando por la cadena perpetua, dependiendo de los estados de ánimo.

En 1822 nos dimos el primer código penal, pero, sólo diez años más tarde, Femando VII, deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital, aprovechó un cumpleaños de su esposa para cambiar la horca por el garrote. Ya en nuestro siglo, Ganivet seguía denunciando el contrasentido tradicional de nuestros códigos, terriblemente severos en el papel y perfectamente inocuos en la realidad, por causa, esto último, de un humanitarismo que estalla con motivo, generalmente, de una fiesta nacional, de una campaña electoral, de un cumpleaños ministerial, de una boda consistorial, etcétera. Ahí están nuestros costumbristas, para dar fe de tan curiosa mentalidad. ¿Cómo cambiarla?

A Camba, desde luego, le parecía una tarea imposible, salvo que el Estado creara un cuerpo de inspectores del frío y del calor para averiguar que las cosas respondieran al nombre que se les diese y fuesen cosas de verdad. ¿Que qué significaría en España ese cuerpo? «Significaría que si abolíamos la pena de muerte, no solicitaríamos luego que se les aplicase a los salteadores de un Banco, so pretexto de que los salteadores de Bancos son unos criminales feroces y están fuera de la ley, porque ya se habría sobrentendido, al hacer la abolición, que la pena de muerte no quedaba abolida únicamente para los filántropos; y significaría, en fin, que si acordábamos decretar la libertad de la prensa, no acordábamos decretarla sólo para garantía del Boletín Oficial, al que no es probable que pretenda suspender nunca ningún Gobierno, sino precisamente para amparo de los diarios de oposición.»

Casi un siglo después, seguimos sin cuerpo de inspectores del frío y del calor, y por consiguiente, con la misma mentalidad que hace un siglo, que es una mentalidad que, aparte de servirnos la sopa fría y el gazpacho caliente, nos hace sentirnos moralmente superiores a, por ejemplo, los anglosajones de América, con su utilitarista pena capital y su cursi libertad de expresión. «¡No está bien, Günter! ¡No está bien, Jean-François! ¿No os parece mucha arrogancia?», contestaba un magnífico inspector del frío y del calor, Tom Wolfe, desde el otro del Atlántico, refiriéndose a Günter Grass y a Jean-François Revel, que peroraban de lo que Wolfe siempre ha considerado como uno de los grandes fenómenos inexplicados de la astronomía moderna: «Esto es, que la tenebrosa noche del fascismo se cierne sobre los Estados Unidos, pero toma tierra únicamente en Europa.»

Ciertamente, aquella pobre gente anglosajona vivía entonces bajo la bota de Lyndon Johnson, sin otra contrapartida que una libertad de expresión y de disidencia en grado más bien sorprendente. Wolfe recuerda el hecho de que el único país occidental que permitió representaciones públicas de «MacBird», una obra en la que Lyndon Johnson asesinaba a John F. Kennedy para erigirse en presidente, fue los Estados Unidos, con Johnson de presidente.

Bien, pero hablábamos de nosotros y de la pena capital. ¿Recuperamos la hoguera o lo dejamos en cadena perpetua? Nuestra Constitución, que es la más nueva del mundo, pone algunas pegas, aunque los expertos recorren los periódicos repitiendo: «Hay solución, hay solución.»



Aquella pobre gente anglosajona vivía entonces bajo la bota de Lyndon Johnson, sin otra contrapartida que una libertad de expresión y de disidencia en grado más bien sorprendente. Wolfe recuerda el hecho de que el único país occidental que permitió representaciones públicas de «MacBird», una obra en la que Lyndon Johnson asesinaba a John F. Kennedy para erigirse en presidente, fue los Estados Unidos, con Johnson de presidente