[Traducción de Melitón Cardona]
El hombre de esta historia tenía por nombre Julio Novesa Fuera; en otras parlas, el maestro Novesa Fuera. Personaje bastante matemático, viviendo en la cantidad exacta y morando siempre en acertado lugar. Para él, el mundo había sido colocado en ecuación de infinito grado. Cualquier situación le espabilaba el pensamiento. Integrales, derivadas, matrices, todo contaba con su debida fórmula. La mayor parte de las veces ni se molestaba en incomodar sus neuronas.
-Este cálculo lo hago de memoria.
Dosificaba su corazón con explicaciones regladas, reduciendo la pasión a su equivalente numérico. Amores, mujeres, hijos, todo eran hipótesis nulas. Decía que el sentimiento, al carecer de logaritmo, ni siquiera justificaba su ecuación. Ya siendo niño, decidió abstenerse de afectos. Desde el punto de vista del álgebra, la ternura era para él un absurdo tan grande como el cero negativo. Decía a los alumnos:
-Vean ustedes, la hierba no se enerva aún sabiendo que acabará en estómago de rumiante y la cobra muerde sin odio; es mera práctica de su dentadura inyectora. En la naturaleza no se concibe el sentimiento.
Así, la vida continuaba y Julio Novesa Fuera era en ella un escudriñador de hechos. Cierta vez, sin embargo, el maestro se apasionó por una alumna, mocita de incorrecta edad. Todo el mundo se lo advertía: esta moza es más que joven, no da para usted.
-Eche cuentas, maestro.
Pero el maestro ya había extraviado el cálculo y no le valían los razonables consejos. Aún más grave: perdió el matemático tino. Ya no recordaba ni el ABC de la numerología. Su pensamiento había perdido la pulcritud de la lógica y decía cosas sin pies ni cabeza. Parecía confirmarse el dicho: "cuanto más sexo menos nexo". El maestro ya le había trazado la hipotenusa a la muchacha. En recreos y recreaciones, Julio Novesa Fuera se apartaba de los rigores de la geometría. El ocho horizontal es un infinito y así el profesor, atontado, recordaba:
-La pasión es el mundo dividido por cero.
Que no cuestionasen la suya, pues era un amor adimensional, de aquellos para los que no hay mar ni guerra. Llamaron a un tío suyo, único familiar que parecía merecerle autoritarias confianzas. El tío le
aplicó mucha sabiduría y doctrinas de exponer hechos y robar argumentos, pero el matemático se resistía:
-Caiga en la cuenta, tío, que es la primera vez que
vivo. Corolariamente, es natural que cometa errores.
-Pero, sobrino, tú siempre fuiste hombre de cálculos.
Echa ahora cuentas con tu vida.
-Esa cuenta, tío, no se hace de memoria. Se hace de
corazón.
El maestro demostraba su axioma, la irresoluble pasión por la deseada chica. Había probado la fruta en el momento en que el verano todavía está trabajando en los azúcares de la pulpa, y de tan reglado, se regalaba los ojos. Estaba con la cabeza parcelada con las partes de aquella muchacha soberbia. El tío todavía hizo desfilar avisos sensatos. ¿Acaso no vislumbraba el peligro de un desaguisado desilusionista y el hecho de que el amor es falso como un techo? Cautela, sobrino, ojo por ojo, diente prudente, pero Julio, sin embargo, se resistía inoxidablemente y su tío regresó a su pueblo a ocuparse
de sus asuntos.
Los enamoramientos prosiguieron. El maestro llevaba a la muchacha a la orilla del mar, donde los cocoteros rumorosos se cimbreaban proporcionando un fingimiento de frescor.
-Para bien amar no hay como a pie de mar, dictaminaba
él.
La muchacha sólo le respondía simplezas. Lo que a ella le gustaba era el verano y le decía: lo único que me gusta del invierno es poder llorar. Con el frío, las lágrimas me salen gruesas y llenitas de agua.
La muchacha hablaba y el maestro iba paseando sus manos por su cuerpo, más aplicado que un ciego
aprendiendo braille.
Sigue hablando, no pares, le pedía él mientras diversificaba los dedos por las secretas humedades de la muchacha. Le agradaba la fingida distracción de la moza, porque así sus actos le parecían menos pecaminosos. Los transeúntes pasaban echando culpas al viejo profesor. ¿Acaso tenía edad para aquellas desvergüenzas? Otros se limitaban a hacer chistes:
-¿Sexagenario o sexogenario?
El maestro se desimportaba. Recogía la lección del baobab, que es imponente pero no da sombra. La voluntad de cortejar ha de explotar antes de que termine el baile. Tanto tiempo había transcurrido en su vida y tan poco había tenido para vivir. Estando todo al alcance de la felicidad ¿por qué motivo se usufructúan tan pocas alegrías? Pero el sapo no sueña con el charco, se refocila en él. ¿Y ahora que tenía la mano en la moza iba a parar?
Una noche, estando con ella en la cama, extraños recelos le asaltaron: esta chica va a huir, desaparecida como el arco iris en las traseras de la lluvia. A fin de cuentas, los otros tenían razón: siempre llega el momento en que el cacahuete se separa de la cáscara. Novesa Fuera ni llegó a entrar en el sueño, tanto le dolían las sospechas del desenlace.
Pasaron los días hasta que, en cierta ocasión, bajo la sombra de un cocotero, se escucharon los acordes de una tristísima lamentación. ¿Lamentaba el profesor los previsibles daños? Fueron a verle provistos de consuelos, pero no encontraron al profesor, sino a la moza desparramada en llanto, más triste que un ciego sentado en un altillo. Se aproximaron y le tocaron en el hombro. ¿Qué ocurría? ¿Dónde estaba el maestro?
-Desapareció. Se fue con otra.
Respuesta espantable: al final, el que se había ido sin remedio era el profesor. Y ¿cómo se había ido, si apenas ayer le aplicaba sus ventosas en aquel mismo lugar? La mencionada enamorada respondió que se había ido con otra, una supernumeraria mucho más joven, estrenable como mañana de domingo. Una vez probada la dulzura del fruto, lo que se quiere es el sabor de la flor. Mientras la lagrimosa encharcaba ristras de sonidos, los presentes fueron desfilando, descuidándose del caso, dejando a la moza a la sombra del cocotero, solitaria e insólita en el escenario de su imprevista tristeza. Era invierno, la estación preferida de sus lágrimas.
Mia Couto