Hughes
-¡Y además es bióloga!- Así fue presentada Ana Obregón al Príncipe Alberto de Mónaco cuando no se sabía que Ana acabaría teniendo escritos más de veinte volúmenes de unos diarios que ríete tú de los de Tolstoi. De entre sus páginas, seleccionadas como si escogiese unos vestidos en su inmenso vestidor de zarina madrileña, la Obregón ha confeccionado unas memorias en que cuenta su vida, ahora culminada en la adultez de su hijo rapero y en su nuevo retiro zen, blanco, miameño y nude, pues la mudanza es la catarsis del famoso.
Con prosa que ya quisieran escritores planetarios y algunos con sillón, Ana repasa su recorrido maromil y su aprendizaje de la vida. Ella, que inventó el photoshop en sus posados playeros, cuando iniciaba el verano ante una nube de paparazzi cuyos flashes rebrillaban en el mar como otro sol urgente y el lorenzo, maromo al fin y al cabo, acanelaba sus carnes estelares como ahora hace el tratamiento digital a las chorbas del Hola, que lucen pieles de atardecer, muslos oro y narices difusas.
Ana posaba levitando sobre los dedos de los pies, sosteniendo su estructura de carne, hueso y siliconamen con ingravidez de diva del posado levitatorio. En bikini, Ana miraba al poniente como si el poniente le estuviese pidiendo en matrimonio y cada año le iban saliendo costillas nuevas, como a un galgo cansado. Ana era el erotismo intercostal, el xilófono torácico que ansiaban nuestros dedos adolescentes, la milf de España.
Ahora ha pasado del posado vertical y venusiano al posado horizontal de American Beauty y al posado reflexivo e indoor, pues en su casa se ha encerrado -con coleta y vaqueros y digo yo que algún complemento- a escribir sus memoires en plan trapiella.
En sus páginas aparece Miguel Bosé, que le dio a Ana el beso que esperaban todas las adolescentes de la transición; allí cuenta su vals con Alberto de Monaco, que tras Ana empezó a perder pelo y verosimilitud principesca; su amor trascendente con Fernando Martín y la paella que le hizo a Spielberg, pues qué otra cosa le iba a hacer una española a un americano con novia que no fuera una paella.
Desconozco si narra su affaire platónico con Beckham, que acabó en cama sin sexo, edredoning blanco, como recreando para si esa performance artística que observaba a Beckham durmiendo, pues Ana tiene una regla, la regla de la jota, que no es la regla del socialismo andaluz, sino la regla de jamás, jamás, jamás liarse con un hombre casado.
La rompió con Lecquio, que era remótamente real y karateca y estaba casado con la Dell’Atte, que era como estar casado con un mosaico romano. Él fue el hombre que más daño le hizo, pero del daño salió gracias a Gil Stauffer, que le organizaron una mudanza express.
Estas memorias desvelarán que “sólo hay una Ana dentro de muchas Anas”, es decir, una Ana intacta y madre dentro de una estructura de muñeca rusa, de Ana proteica en mil portadas. ¿Y el amor, al fin? Los besos dejados en tantas bocas, como cláusulas de un testamento vital, de un darse en vida.
En La Gaceta
-¡Y además es bióloga!- Así fue presentada Ana Obregón al Príncipe Alberto de Mónaco cuando no se sabía que Ana acabaría teniendo escritos más de veinte volúmenes de unos diarios que ríete tú de los de Tolstoi. De entre sus páginas, seleccionadas como si escogiese unos vestidos en su inmenso vestidor de zarina madrileña, la Obregón ha confeccionado unas memorias en que cuenta su vida, ahora culminada en la adultez de su hijo rapero y en su nuevo retiro zen, blanco, miameño y nude, pues la mudanza es la catarsis del famoso.
Con prosa que ya quisieran escritores planetarios y algunos con sillón, Ana repasa su recorrido maromil y su aprendizaje de la vida. Ella, que inventó el photoshop en sus posados playeros, cuando iniciaba el verano ante una nube de paparazzi cuyos flashes rebrillaban en el mar como otro sol urgente y el lorenzo, maromo al fin y al cabo, acanelaba sus carnes estelares como ahora hace el tratamiento digital a las chorbas del Hola, que lucen pieles de atardecer, muslos oro y narices difusas.
Ana posaba levitando sobre los dedos de los pies, sosteniendo su estructura de carne, hueso y siliconamen con ingravidez de diva del posado levitatorio. En bikini, Ana miraba al poniente como si el poniente le estuviese pidiendo en matrimonio y cada año le iban saliendo costillas nuevas, como a un galgo cansado. Ana era el erotismo intercostal, el xilófono torácico que ansiaban nuestros dedos adolescentes, la milf de España.
Ahora ha pasado del posado vertical y venusiano al posado horizontal de American Beauty y al posado reflexivo e indoor, pues en su casa se ha encerrado -con coleta y vaqueros y digo yo que algún complemento- a escribir sus memoires en plan trapiella.
En sus páginas aparece Miguel Bosé, que le dio a Ana el beso que esperaban todas las adolescentes de la transición; allí cuenta su vals con Alberto de Monaco, que tras Ana empezó a perder pelo y verosimilitud principesca; su amor trascendente con Fernando Martín y la paella que le hizo a Spielberg, pues qué otra cosa le iba a hacer una española a un americano con novia que no fuera una paella.
Desconozco si narra su affaire platónico con Beckham, que acabó en cama sin sexo, edredoning blanco, como recreando para si esa performance artística que observaba a Beckham durmiendo, pues Ana tiene una regla, la regla de la jota, que no es la regla del socialismo andaluz, sino la regla de jamás, jamás, jamás liarse con un hombre casado.
La rompió con Lecquio, que era remótamente real y karateca y estaba casado con la Dell’Atte, que era como estar casado con un mosaico romano. Él fue el hombre que más daño le hizo, pero del daño salió gracias a Gil Stauffer, que le organizaron una mudanza express.
Estas memorias desvelarán que “sólo hay una Ana dentro de muchas Anas”, es decir, una Ana intacta y madre dentro de una estructura de muñeca rusa, de Ana proteica en mil portadas. ¿Y el amor, al fin? Los besos dejados en tantas bocas, como cláusulas de un testamento vital, de un darse en vida.
En La Gaceta