Corzas mellizas, de dormir morenos
Un madrileño atiende la llamada de la playa como un buscador de oro la promesa de fortuna que baja con el primer deshielo. La madrugadora tibieza de la primavera pone pronto sobre la piel del habitante de secano un temblor de codicia que se impone en seguida con el absolutismo de lo sensual. Los españoles de costa no pueden recibir igual que nosotros los despuntes de sol de un marzo que mayea porque, aunque el ser humano no se acostumbre jamás a convivir con el mar, verlo cada mañana, ceniciento de otoño o brumoso de invierno, los tranquiliza como el mensaje al móvil de una novia lejana pero fiel. El residente en Vigo, Valencia, San Sebastián o Barcelona sencillamente espera su turno de baño con la paciencia relativa, con la módica burocracia que hemos de sobrellevar por ejemplo para hacer cola en el McDonald´s. Allí saben que al mar no se le agotan los baños ni a la cocina del McDonald´s las hamburguesas. En cambio, el madrileño –y madrileño es cualquiera que viva en Madrid– debe figurarse la playa y, al hacerlo con esa obsesión que sólo engendra la ausencia, siempre delata algo del primitivismo dislocado de Paco Martínez Soria, haya o no suecas sobre la orilla veraniega con la que fantaseamos. Porque un madrileño tiene un cupo limitadísimo de baños playeros al año y ajusta sus vacaciones a cartabón sobre el cuadrante ávido de su tasado calendario marino.
—Dicen que va a hacer bueno. ¿Te vienes a Granada? —me proponen los amigos con una cautivadora ligereza de ánimo, alardeando de unos escrúpulos clínicos aún menores que los míos.
—Bueno, aún no puedo apoyar casi pero va, me apunto. Total, no vamos a hacer nada muy salvaje… ¿no?
—Qué va, qué va. Lo típico.
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