Hughes
El escritor Santiago Roncagliolo saca al mercado una novela acerca de la supuesta relación de García Lorca con un señor rioplatense de nombre Enrique Amorín. La novela incluiría una nueva hipótesis sobre el final del poeta, pues el señor Amorín habría guardado sus restos en una caja blanca a modo de homenaje.
Hay un misterio de Lorca en su poesía, y luego hay un misterio en su muerte, convertida ya en el equivalente español de la de J.F.K. Innumerables son las hipótesis al respecto; a veces, más que hipótesis, hipotenusas. Qué ingrato haber sido Lorca, haber escrito la obra de Lorca, haberse pasado la vida contando versos con los dedos, haber visitado Nueva York antes incluso que Elvira Lindo, haber tenido que morir como murió el pobre Federico y que la gloria, la gloria eterna y merecida tome el cuerpo de Ian Gibson, ¡la posteridad persiguiendo a Federico con la cara de exboxeador de Ian Gibson!
No sabemos lo que es porque estamos obnubilados por el prestigio de los hispanistas. Vemos en Benidorm a un señor rubio y rosado con una Guinness y una moleskine y ya le tomamos por hispanista y nos aboriginizamos un poco. Nos sucede incluso con Michael Robinson -¿Es hispanista Michael Robinson? ¿Dónde termina el turista inglés y empieza el hispanista?-. Pero lo que la posteridad le está haciendo a Lorca podemos entenderlo mejor si lo miramos así: es como si Dylan Thomas hubiese escrito su obra y bebido ríos enteros de whisky para que la gloria se le encarnara, qué sé yo… en Joaquín Arozamena.
Si además al caso Lorca se van sumando nuevos historiadores, que son legión, nuevos eruditos de lo granadino, adicionales sabihondos de lo guerracivilista, memoriosos históricos sobrevenidos y hasta novelistas, y como sea que no dejan de sacarle novios a Lorca, como si el pobre Lorca hubiera sido Falete -¿de dónde sacó el tiempo, me expliquen sus biógrafos, para tanta obra y tanto amor?-, estamos a un tris ya de que cualquier día alguien lance la hipótesis hardcore de que a Lorca se lo comió un novio, porque si el amor es una devoración, ¿no hubiera sido posible que el amado devoto quisiera acrecentar su leyenda regalándole el misterio sobre su final? ¿No es al fin y al cabo poetofagia minuciosa e implacable la que han hecho los lorquianos convirtiendo la Roma andaluza de Lorca en un Conil democrático de gitanos tersos y picoletos mitológicos ponemultas, lorquianos que han manoseado el verde exacto del poeta convirtiéndolo en un gris perla? ¿No se ha ido comiendo Gibson a Lorca poco a poco?
La hipótesis antropófaga haría irresoluble el misterio y nos condenaría a una eternidad de libros del irlandés.
El recomendable libro de Roncagliolo descubre también una reunión secretísima entre Chaplin y Picasso, como otra entrevista en Hendaya en la que estos dos dictadores de lo genialoide quizá discutieran fundar un Nuevo Orden Artístico. Llegados a este punto, qué dulce resulta imaginar a Lorca allí, haciendo las veces de Serrano Súñer, vestido de oscuro como Toni Cantó.
La Gaceta
El escritor Santiago Roncagliolo saca al mercado una novela acerca de la supuesta relación de García Lorca con un señor rioplatense de nombre Enrique Amorín. La novela incluiría una nueva hipótesis sobre el final del poeta, pues el señor Amorín habría guardado sus restos en una caja blanca a modo de homenaje.
Hay un misterio de Lorca en su poesía, y luego hay un misterio en su muerte, convertida ya en el equivalente español de la de J.F.K. Innumerables son las hipótesis al respecto; a veces, más que hipótesis, hipotenusas. Qué ingrato haber sido Lorca, haber escrito la obra de Lorca, haberse pasado la vida contando versos con los dedos, haber visitado Nueva York antes incluso que Elvira Lindo, haber tenido que morir como murió el pobre Federico y que la gloria, la gloria eterna y merecida tome el cuerpo de Ian Gibson, ¡la posteridad persiguiendo a Federico con la cara de exboxeador de Ian Gibson!
No sabemos lo que es porque estamos obnubilados por el prestigio de los hispanistas. Vemos en Benidorm a un señor rubio y rosado con una Guinness y una moleskine y ya le tomamos por hispanista y nos aboriginizamos un poco. Nos sucede incluso con Michael Robinson -¿Es hispanista Michael Robinson? ¿Dónde termina el turista inglés y empieza el hispanista?-. Pero lo que la posteridad le está haciendo a Lorca podemos entenderlo mejor si lo miramos así: es como si Dylan Thomas hubiese escrito su obra y bebido ríos enteros de whisky para que la gloria se le encarnara, qué sé yo… en Joaquín Arozamena.
Si además al caso Lorca se van sumando nuevos historiadores, que son legión, nuevos eruditos de lo granadino, adicionales sabihondos de lo guerracivilista, memoriosos históricos sobrevenidos y hasta novelistas, y como sea que no dejan de sacarle novios a Lorca, como si el pobre Lorca hubiera sido Falete -¿de dónde sacó el tiempo, me expliquen sus biógrafos, para tanta obra y tanto amor?-, estamos a un tris ya de que cualquier día alguien lance la hipótesis hardcore de que a Lorca se lo comió un novio, porque si el amor es una devoración, ¿no hubiera sido posible que el amado devoto quisiera acrecentar su leyenda regalándole el misterio sobre su final? ¿No es al fin y al cabo poetofagia minuciosa e implacable la que han hecho los lorquianos convirtiendo la Roma andaluza de Lorca en un Conil democrático de gitanos tersos y picoletos mitológicos ponemultas, lorquianos que han manoseado el verde exacto del poeta convirtiéndolo en un gris perla? ¿No se ha ido comiendo Gibson a Lorca poco a poco?
La hipótesis antropófaga haría irresoluble el misterio y nos condenaría a una eternidad de libros del irlandés.
El recomendable libro de Roncagliolo descubre también una reunión secretísima entre Chaplin y Picasso, como otra entrevista en Hendaya en la que estos dos dictadores de lo genialoide quizá discutieran fundar un Nuevo Orden Artístico. Llegados a este punto, qué dulce resulta imaginar a Lorca allí, haciendo las veces de Serrano Súñer, vestido de oscuro como Toni Cantó.
La Gaceta