Escribo desde la celda de Federico Chopin y George Sand en la Real Cartuja de Valldemossa. El mirador del jardín, al que tantas veces se asomarían, ofrece un valle verde cerrado por las altivas escarpaduras de la sierra mallorquina. El día amaneció gris y cae una lluvia leve. La niebla descuelga jirones soñolientos en los picachos. Todo evoca una languidez romántica, muy efectiva. No era tonto, Chopin. El panorama que se divisa desde su celda -alquilada durante el invierno de 1838- resulta de una belleza bastante indescriptible, sólo turbada por el merodeo cegato de los guiris indefectibles. Es natural que la sensibilidad de la pareja experimentara aquí un vuelco de productividad: la novelista escribió Un invierno en Mallorca y el pianista los sobresalientes Preludios, entre otras piezas. Por cierto que sus caligrafías -se conservan aquí manuscritos de ambos- revelan a un hombre de una delicadeza femenina y a una mujer de una determinación hombruna. Pero ella, bautizada Amandine Aurore Lucille Dupin, no se puso George por eso, sino por puro desafío a las convenciones. Fue una golfa de cuidado, la verdad, y una inteligencia de primera.
El encanto montaraz de Valldemossa acogió también a Jovellanos cuando el nefasto Godoy lo desterró a Mallorca, en pago de su sincera cruzada contra la cazurrería nacional, la cual sigue incólume desde entonces, si es que no ha crecido alegremente. Jovellanos vertió su melancolía abismal en estos sardónicos versos conservados de su puño en la Cartuja: “Seis virtudes solas son, / D. Jerónimo Agustín, / las de todo mallorquín: / Primero superstición, / segundo cavilación, / la tercera hipocresía, / cuarta, deber a porfía / poca o mucha cantidad, / la quinta gran vanidad / y la sexta tontería”. Y en el contiguo Palacio del Rey Sancho vivió Rubén Darío.
Pasear por las celdas de los monjes ayuda a no quejarse en exceso de la crisis. Lo que más ayuda es la calavera humana que el monje siempre tenía a la vista como estímulo contemplativo en torno a la fugacidad de la vida, lo efímero de las vanidades mundanas y la inexorabilidad de la muerte. Ahora que Zapatero cumple años, ¿no se le podría regalar una calavera?
Concluyo la visita asistiendo a un concierto de piano. Al ejecutar un nocturno del genio polaco, las yemas del virtuoso local no tocan sino se deslizan sobre el teclado como la esponja sobre la piel de un bebé. Las piezas de Chopin no arrebatan como las de Beethoven o Brahms, ni contienen la alegría de una polca de Strauss o una marcha de Mendelssohn. Pero son capaces de mecer incluso a los turistas alemanes y, aunque no sea una música para salir de la crisis, sí lo es para tomársela con voluptuosa filosofía.
(La Gaceta)