Jorge Bustos
No todos los días sale uno de su hotel, algo mermado por la fiebre del sábado noche -con concierto de Pereza incluido-, y se da de bruces en la calle con el ministro de Fomento. Venía el señor Blanco de inaugurar los Juegos Náuticos Atlánticos Cantabria 2010, que cuentan con el patrocinio del ramo. Al bajarse del estrado accedió a darse un paseo por las inmediaciones del muelle. Para un político tan significado, mezclarse con eso que ellos llaman la ciudadanía -y que generalmente invocan tanto como desprecian- constituye siempre una ordalía, porque la gente no entiende de protocolo y lo mismo te adula con servil esnobismo que te increpa sacándote a relucir la memoria histórica. Y hubo un poco de todo. Una parte del pueblo soslaya la ejecutoria concreta y se deja llevar por el efecto de la mera fama. Así, un par de africanos morenos como sobaco de grillo, sin avales aparentes en politología, le estrecharon la mano como quien jalea a Khedira o a Carmen Lomana. Y una señora le alzó el bebé como suplicando la bendición del Estado, o quizá una subvención ahora que su jefe ha suprimido el cheque bebé. “Qué niña más guapa”, decía Pepiño. Entonces me fingí un curioso más y me adelanté con la mano tendida:
-Ministro, buenos días.
-¿Cómo va todo?
-Bien, bien.
Por cierto que Blanco es de los de apretón efusivo. O eso o confundió mi mano con la agarradera de un autobús conducido por un miope. Qué ímpetu, oigan. No me dio tiempo a preguntarle por los controladores que han de velar por mi vuelo a Palma de mañana porque los indefectibles gorilas le metían prisa. Otra porción de los presentes no le daba cuartelillo y murmuraba: “Con lo bonito que es Santander...”; “No tiene vergüenza”... En ese plan. Y cuando la comitiva paró en una caseta ferial para tomarse un vino, una mujer mayor barbotó: “¡Y encima le invitarán, claro!” Pues supongo, señora. Me senté junto a la mesa ministerial a seguir curioseando, pero justo cuando el ministro se levantó para seguir su camino, me trajeron el pulpo. Y entre uno y otro, elegí pulpo. Qué quieren.
En cuanto al concierto, psché. Que Rubén y Leiva hubieran sido nuestros vecinos de habitación en Valencia no incrementó mi interés por su repertorio tanto como esperaba. Por otro lado, el público santanderino tampoco es el valenciano. Aquí, lo que tiene un público entusiasta son las boutiques de moda, y los cantantes deben lidiar con miradas de vaca al paso del tren. En las casetas se vende más comida que bebida. La densidad de guiris por metro cuadrado, en comparación con el Mediterráneo, arroja cifras irrisorias. Y es que, viniendo de Sanfermines, la fiesta aquí resulta de un civismo enternecedor.
(La Gaceta)
No todos los días sale uno de su hotel, algo mermado por la fiebre del sábado noche -con concierto de Pereza incluido-, y se da de bruces en la calle con el ministro de Fomento. Venía el señor Blanco de inaugurar los Juegos Náuticos Atlánticos Cantabria 2010, que cuentan con el patrocinio del ramo. Al bajarse del estrado accedió a darse un paseo por las inmediaciones del muelle. Para un político tan significado, mezclarse con eso que ellos llaman la ciudadanía -y que generalmente invocan tanto como desprecian- constituye siempre una ordalía, porque la gente no entiende de protocolo y lo mismo te adula con servil esnobismo que te increpa sacándote a relucir la memoria histórica. Y hubo un poco de todo. Una parte del pueblo soslaya la ejecutoria concreta y se deja llevar por el efecto de la mera fama. Así, un par de africanos morenos como sobaco de grillo, sin avales aparentes en politología, le estrecharon la mano como quien jalea a Khedira o a Carmen Lomana. Y una señora le alzó el bebé como suplicando la bendición del Estado, o quizá una subvención ahora que su jefe ha suprimido el cheque bebé. “Qué niña más guapa”, decía Pepiño. Entonces me fingí un curioso más y me adelanté con la mano tendida:
-Ministro, buenos días.
-¿Cómo va todo?
-Bien, bien.
Por cierto que Blanco es de los de apretón efusivo. O eso o confundió mi mano con la agarradera de un autobús conducido por un miope. Qué ímpetu, oigan. No me dio tiempo a preguntarle por los controladores que han de velar por mi vuelo a Palma de mañana porque los indefectibles gorilas le metían prisa. Otra porción de los presentes no le daba cuartelillo y murmuraba: “Con lo bonito que es Santander...”; “No tiene vergüenza”... En ese plan. Y cuando la comitiva paró en una caseta ferial para tomarse un vino, una mujer mayor barbotó: “¡Y encima le invitarán, claro!” Pues supongo, señora. Me senté junto a la mesa ministerial a seguir curioseando, pero justo cuando el ministro se levantó para seguir su camino, me trajeron el pulpo. Y entre uno y otro, elegí pulpo. Qué quieren.
En cuanto al concierto, psché. Que Rubén y Leiva hubieran sido nuestros vecinos de habitación en Valencia no incrementó mi interés por su repertorio tanto como esperaba. Por otro lado, el público santanderino tampoco es el valenciano. Aquí, lo que tiene un público entusiasta son las boutiques de moda, y los cantantes deben lidiar con miradas de vaca al paso del tren. En las casetas se vende más comida que bebida. La densidad de guiris por metro cuadrado, en comparación con el Mediterráneo, arroja cifras irrisorias. Y es que, viniendo de Sanfermines, la fiesta aquí resulta de un civismo enternecedor.
(La Gaceta)