Andrés de Miguel
Un natural, bien dado, con distancia, con dominio, con sentimiento, enganchando bien al toro, acompasando el giro de cintura, rematando atrás con el giro de la muñeca, colocado el segundo de la tanda por lo que el toro ya ha roto la inercia, ejecutado con esa facilidad que nace de la decisión y esa dificultad que viene de la incertidumbre, con la cadencia que proporciona el temple y la profundidad de la buena colocación y el remate abajo y atrás. Eso vimos a Julio Aparicio en El Escorial.
¿Es mucho?, ¿es poco?, ¿es suficiente para mantener la fiesta de los toros?, ¿para justificar nuestra afición?, ¿para asistir a una corrida en un pueblo lejos de nuestros quehaceres?
Hubo más, claro, no sé si mucho más o si la diferencia de grado, la impronta de la pura belleza de este natural nubla el resto, pero no sólo de un natural vive el aficionado. Así que considerando como un regalo extraordinario el natural, disfrutamos de las faenas entonadas y salpicadas de gusto aunque defensivas de Aparicio y de las dos faenas clásicas de El Cid.
Torea El Cid para delante y llevando siempre al toro en la mano, con maneras respetuosas con el arte, el canon y la afición, capaz de construir una faena ortodoxa a la que sólo le faltó para excederse el giro final de la muñeca, que El Cid atesora aunque se muestre renuente en demostrarlo, que diferencia lo bien hecho de la búsqueda de lo sublime.
En esta suerte de peregrinación anual a El Escorial que hago junto con Pepe Campos, nos fue dado disfrutar de dos versiones herederas aunque incompletas de las enseñanzas del toreo de Antoñete, una respetuosa con el dominio del animal y otra con la colocación y maneras del torero y ambas con el arte de torear.