Jorge Bustos
Imaginen ustedes que Miguel Sebastián anunciara un nuevo ingenio lumínico aún más respetuoso con el cambio climático que la bombilla de bajo consumo, y no por ello menos radiante. Y en la rueda de prensa, de pronto, imaginen que Sebastián sacara una vela de cera de abeja y la blandiera con gesto de triunfo incontestable, definitivo, como enarbolará su probeta el descubridor de la vacuna contra el sida. Bueno, pues esto, tiene uno la impresión, es lo que está sucediendo con la TDT. Uno, que no vive en una cabaña del Himalaya, y ni siquiera en un cobertizo junto al Aneto, sino en Torrelodones -bien cerca del Casino, pero no dentro-, no puede ver ni la mitad de las cadenas a través de la dichosa TDT en cuanto se encapota el cielo. Pero esta desgracia no representa un castigo griego con que la divinidad punza la hinchazón de mi soberbia privada, sino que le pasa a más gente. A mucha gente, incluso. Y gente que paga sus impuestos, no crean. Resulta que encuesto someramente a mis compañeros de redacción -ninguno de ellos vive en un albergue cabrero de Gredos, aunque se lo pensarán si los bancos siguen sin rebajar el precio de los pisos- y todos me dicen lo mismo: la sofisticadísima TDT les priva de media decena de los canales prometidos, mientras que la añorada televisión analógica nos daba todo lo que prometía darnos.
A despecho de que se me considere un tecnófobo, proclamo absolutamente la involución que supone la TDT. Si ustedes se fijan, se trata de la primera vez en la historia de la ciencia en la que el último invento, patentado y comercializado en masa, empeora sensiblemente al anterior. ¿De qué nos sirve cacarear nuestros tropecientos canales si hemos de encomendarnos a Santa Clara para que no llueva cada vez que nos sentamos a ver la televisión?
(Época)
Imaginen ustedes que Miguel Sebastián anunciara un nuevo ingenio lumínico aún más respetuoso con el cambio climático que la bombilla de bajo consumo, y no por ello menos radiante. Y en la rueda de prensa, de pronto, imaginen que Sebastián sacara una vela de cera de abeja y la blandiera con gesto de triunfo incontestable, definitivo, como enarbolará su probeta el descubridor de la vacuna contra el sida. Bueno, pues esto, tiene uno la impresión, es lo que está sucediendo con la TDT. Uno, que no vive en una cabaña del Himalaya, y ni siquiera en un cobertizo junto al Aneto, sino en Torrelodones -bien cerca del Casino, pero no dentro-, no puede ver ni la mitad de las cadenas a través de la dichosa TDT en cuanto se encapota el cielo. Pero esta desgracia no representa un castigo griego con que la divinidad punza la hinchazón de mi soberbia privada, sino que le pasa a más gente. A mucha gente, incluso. Y gente que paga sus impuestos, no crean. Resulta que encuesto someramente a mis compañeros de redacción -ninguno de ellos vive en un albergue cabrero de Gredos, aunque se lo pensarán si los bancos siguen sin rebajar el precio de los pisos- y todos me dicen lo mismo: la sofisticadísima TDT les priva de media decena de los canales prometidos, mientras que la añorada televisión analógica nos daba todo lo que prometía darnos.
A despecho de que se me considere un tecnófobo, proclamo absolutamente la involución que supone la TDT. Si ustedes se fijan, se trata de la primera vez en la historia de la ciencia en la que el último invento, patentado y comercializado en masa, empeora sensiblemente al anterior. ¿De qué nos sirve cacarear nuestros tropecientos canales si hemos de encomendarnos a Santa Clara para que no llueva cada vez que nos sentamos a ver la televisión?
(Época)