LA DECADENCIA EN SUS CUENTAS
Vicente Llorca
Releyendo el excelente La España del siglo de oro, el clásico del hispanista francés Bartolome Bennasar, llegamos a las páginas finales en donde se reproduce la conocida tesis sobre la decadencia del Imperio español, que Bennasar quiere situar en 1648, como fecha simbólica.
1648, año del Tratado de Westfalia. “Alrededor de 1648, un sueño colectivo se desvanece, un milagro cultural se acaba. 1648 es un desenlace”.
Recordemos, a lo largo de su ensayo, la importancia que el historiador de la universidad de Toulouse había concedido a la obra de los tratadistas del siglo XVII, los célebres arbitristas – como Martín de Cellorigo– a los que con frecuencia se ha despachado como autores en principio visionarios; en última instancia, plúmbeos, con sus reiterados memoriales sobre las causas y soluciones a los problemas del país. (Problemas que, una y otra vez aluden a la “despoblación” como síntoma, y razón primera de los males del país). Bennasar, en cambio, defenderá a lo largo de la obra la racionalidad y lucidez de sus diagnósticos, realizados ya desde la fecha temprana del reinado del emperador Carlos, en donde resultaba mucho más difícil aludir a los “males de la patria”, en expresión que siglos después retomará el regeneracionismo del XIX.
Martín González de Cellorigo, decimos. Pero también Pedro Fernández Navarrete, Sancho de Moncada o Juan de Santamaría… Sorprendentemente, aristócratas y vagabundos, hidalgos y pícaros, se unen como blanco de la crítica de los arbitristas en torno a una misma actitud vital. La cual excluye el ejercicio de cualquier actividad vil, que no concuerde con su, en el fondo idéntico, sentido del honor. Esto es, que no excluya radicalmente toda actividad manual.
Comenta Bennasar: “El despoblamiento se completa con el parasitismo de una gran parte de los 'activos' potenciales: en la cima de la jerarquía social los privilegiados por el nacimiento y por la fortuna sitúan su punto de honor en vivir de las rentas, rodeados de numerosos criados, desprecian la mercancía y todavía más el trabajo. Los aristócratas ni siquiera sirven ya, salvo escasas excepciones, en los ejércitos del rey. En la base de esta jerarquía una muchedumbre de ociosos, de mendigos, de pordioseros, consigue su subsistencia de la caridad pública y privada o por medio de actividades ilícitas de toda clase: hurtos, engaños, estafas.”
Y, más adelante, “la proporción de los que trabajan respecto de los que no hacen nada es de uno a treinta”, afirma con exageración, Martín González de Cellorigo.
¿Con exageración? Pudiera ser a finales del siglo XVII. De repente me pongo a pensar en lo que me rodea en este pueblo pequeño y saco la media: por uno que trabaja y cotiza a la Seguridad Social, a Hacienda, y a Arbitrios y Consumos, hay cuatro delegados sindicales, que cobran del Estado. Dos artistas de las tablas, que viven de la subvención de la Junta. Un hombre orquesta que vive de la Sgae. Dos artistas conceptuales que cobran proyectos conceptuales, esto es, afortunadamente irrealizables. Un liberado a sueldo de la sociedad de artistas conceptuales. Cinco que viven del subsidio agrario. Una familia –cuatro en total– que trapichea. Y seis jóvenes que ni trabajan ni estudian.
¿Y el resto?, dirá algún reformador. El resto, hasta completar los treinta, está en el paro.
Para eso están los sindicatos, me responderá el reformador.
Pues no. Los sindicatos están demasiado ocupados en realizar una profunda revisión de la historia de España. La cual excluye desde luego, en principio, a los arbitristas; en segundo lugar, a los hispanistas franceses; en tercero, a todo hispanista, catedrático o no; y en cuarto, a la propia historia.