Un oso inteligente. Un oso que maneja doscientas palabras, más que muchos alumnos de la ESO de la ciudad y provincia en la que está el Circo Mundial. Un oso que, visto lo visto, debería estar sentado en la Academia, porque, si acaso no sirviese para fijar, ni para limpiar, ni para dar esplendor, al menos daría sus afamados abrazos y en eso vencería a cualquiera otro de los inmortales. Las tesis sobre la inteligencia y sensibilidad de los animales se abren camino, porque no hay quien pueda poner puertas ni cercas a la verdad.
Y luego, el cerdo. Jamones, paletas, manos y patas cercenadas, lomos embuchados, morcillas de arroz y de cebolla, sangre de su sangre. ¿Y qué decir de las conservas de pescado? Asesinos. ¿A quien se le ocurre meter una melva canutera en una lata en vez de dejarla surcar los mares? ¿Y los pobres mejillones, que pasan de las bateas de las rías bajas a la salsa de pimentón? ¿Y las sardinillas? ¿Y las anchoas, puestas en salmuera?
¿Es que nadie va a frenar esta barbarie? Mosterín, por Dios, dí algo.
Y luego, el cerdo. Jamones, paletas, manos y patas cercenadas, lomos embuchados, morcillas de arroz y de cebolla, sangre de su sangre. ¿Y qué decir de las conservas de pescado? Asesinos. ¿A quien se le ocurre meter una melva canutera en una lata en vez de dejarla surcar los mares? ¿Y los pobres mejillones, que pasan de las bateas de las rías bajas a la salsa de pimentón? ¿Y las sardinillas? ¿Y las anchoas, puestas en salmuera?
¿Es que nadie va a frenar esta barbarie? Mosterín, por Dios, dí algo.