Nat Fleischer
Después de pasarse cuatro años en la Marina de Guerra, Tony Zale, el campeón mundial de los medianos, se había puesto un poco herrumbroso, y con sólo seis pálidas peleas de preparación subió al ring del Yankee Stadium para enfrentarse a Rocky Graziano. El campeón era el favorito para perder ante su joven rival, que estaba entonces en lo mejor de su carrera meteórica. Pocos le reconocían la posibilidad de retener su corona; y, sin embargo, la retuvo, en un combate que pasó a la historia como una batalla en la que el puro coraje destruyó el mito arrollador de un segundo Stanley Ketchel.
Después de pasarse cuatro años en la Marina de Guerra, Tony Zale, el campeón mundial de los medianos, se había puesto un poco herrumbroso, y con sólo seis pálidas peleas de preparación subió al ring del Yankee Stadium para enfrentarse a Rocky Graziano. El campeón era el favorito para perder ante su joven rival, que estaba entonces en lo mejor de su carrera meteórica. Pocos le reconocían la posibilidad de retener su corona; y, sin embargo, la retuvo, en un combate que pasó a la historia como una batalla en la que el puro coraje destruyó el mito arrollador de un segundo Stanley Ketchel.
Nunca estuvo campeón alguno más cerca de la derrota que Tony Zale cuando esperaba el sonido de la campana para el sexto asalto de aquella lucha homérica. La pelea era una de las más salvajes que se habían dado en Nueva York desde la legalización del boxeo. Era un salto atrás, a la época de los puños sin guantes, de la brutalidad sin cortapisas.
Zale había estado al borde del nocao en varias ocasiones, y en el quinto asalto recibió tal paliza que apenas tuvo ánimo para llegar a su esquina sobre sus piernas vacilantes. Y fue entonces cuando demostró que incluso en las condiciones más adversas, siempre es posible convertir la derrota en victoria. En los segundos de descanso, los asistentes del campeón trabajaron con frenesí para revivirlo. Le bañaron la cabeza con agua helada, le aplicaron compresas de hielo en el cuello, le frotaron las piernas, lo abofetearon a conciencia. Tony sangraba de la nariz y la boca, y de otros cortes en la cara hinchada y machacada. Tenía fractura de un pulgar. Los ojos estaban vidriosos; el cuerpo, desmadejado. El castigo recibido en cinco asaltos había sido brutal.
Graziano, que apenas mostraba huellas de golpes, salió de su esquina con el propósito de arremeter con la andanada final que haría de él el nuevo campeón mundial de los medianos. Pero el viejo campeón, casi aniquilado ya, lo recibió con una derecha durísima que sorprendió a todo el mundo. Ese golpe, seguido al instante de una izquierda a la cara, junto a la sien, puso a Rocky de rodillas. “¿Qué es lo que me ha pasado?”, parecía preguntar mientras paseaba su mirada turbia en torno al cuadrilátero.
El golpe sumió al retador en un sopor. Agarrándose a la soga más baja, trató de levantarse. Sus ojos nublados buscaron al árbitro Ruby Goldstein, que efectuaba la cuenta fatídica al unísono con el marcador oficial. Rocky no podía moverse. A la cuenta de nueve, pareció que estaba alerta y que iba a levantarse. Saltó sobre sus pies... pero sólo una fracción de segundo después de que Ruby hiciera la señal de fuera de combate. La pelea había terminado.
Fue la batalla más grandiosa desde que Stanley Ketchel y Filadelfia Jack O’Brien tuvieron su encuentro memorable en Nueva York muchos años antes.