Julio Camba
La República es el fenómeno más desmoralizador que se ha producido en España desde hace muchísimo tiempo. Mientras no la teníamos, confiábamos en ella, aunque sólo fuese como en una salida para casos de incendio, y esto nos permitía conservar intacta nuestra moral en medio de las situaciones más difíciles; pero ahora que la tenemos, ahora ya no nos queda salida ninguna. Ya no podemos, como antes, en nuestros momentos de irritación contra lo existente, tomarnos dos copas y gritar "¡Viva la República!", porque hoy este grito carecería totalmente de sentido. La República nos quitó la ilusión de la República, y lo grave es que, a cambio de esta ilusión, no nos ha dado ni la menor partícula de realidad.
Yo reconozco que, para la inmensa mayoría de los españoles, el régimen republicano constituía una solución tan desesperada como la de tirarse por el Viaducto; pero siempre conviene tener en reserva una de estas soluciones desesperadas. Si nuestra vida vale algo, es precisamente gracias a la posibilidad que tenemos todos de presentar el día que se nos antoje nuestra dimisión de seres vivientes, bien tirándonos por el Viaducto -procedimiento mecánico-, bien injiriendo un tóxico -procedimiento químico-, o bien por el procedimiento de cualquier clase. Esta posibilidad, quitándole el hecho de vivir el carácter de una ley ineludible, le da la apariencia de un acto voluntario y nos permite seguir viviendo sin gran desdoro de la dignidad humana; pero nosotros no nos hemos conformado con la posibilidad y nos hemos lanzado de cabeza a la calle de segovia. ¿Qué les parece a ustedes?
En tiempos de la Monarquía, nuestros asuntos no iban, evidentemente, muy bien que digamos; pero siempre teníamos a mano un recurso supremo: la República. Ahora, en cambio, no tenemos recurso ninguno, y el caso es que nuestros asuntos no llevan, ni mucho menos, camino de mejorar. Entonces había hasta una cierta elegancia en el hecho de estar mal gobernados, algo así como si dijéramos una desidia de buen tono; pero hoy este hecho sólo significa nuestra incapacidad para gonernarnos bien, y la consecuencia no puede ser de un efecto más desmoralizador.
De mí sé decir que la República me ha hecho perder la fe en todos mis amigos, y un hombre que a mi edad pierde la fe en sus amigos es como si perdiera la fe en sí mismo; pero no abandonemos las líneas generales de la cuestión. Antes, cuando la República no era nada, lo significaba todo para nosotros. Significaba al mismo tiempo el paraíso, la hipotenusa, el Viaducto, la órdiga, el tártaro, la intemerata y el verbo. Ahora, en cambio, cuando lo es todo, no significa absolutamente nada más que la presencia física de unos señores determinados en el lugar que anteriormente ocupaban otros.
La República nos dejó sin República, como si dijéramos. Nos quitó la gran ilusión republicana, y esto es, en resumen, todo lo que ha hecho.
La República es el fenómeno más desmoralizador que se ha producido en España desde hace muchísimo tiempo. Mientras no la teníamos, confiábamos en ella, aunque sólo fuese como en una salida para casos de incendio, y esto nos permitía conservar intacta nuestra moral en medio de las situaciones más difíciles; pero ahora que la tenemos, ahora ya no nos queda salida ninguna. Ya no podemos, como antes, en nuestros momentos de irritación contra lo existente, tomarnos dos copas y gritar "¡Viva la República!", porque hoy este grito carecería totalmente de sentido. La República nos quitó la ilusión de la República, y lo grave es que, a cambio de esta ilusión, no nos ha dado ni la menor partícula de realidad.
Yo reconozco que, para la inmensa mayoría de los españoles, el régimen republicano constituía una solución tan desesperada como la de tirarse por el Viaducto; pero siempre conviene tener en reserva una de estas soluciones desesperadas. Si nuestra vida vale algo, es precisamente gracias a la posibilidad que tenemos todos de presentar el día que se nos antoje nuestra dimisión de seres vivientes, bien tirándonos por el Viaducto -procedimiento mecánico-, bien injiriendo un tóxico -procedimiento químico-, o bien por el procedimiento de cualquier clase. Esta posibilidad, quitándole el hecho de vivir el carácter de una ley ineludible, le da la apariencia de un acto voluntario y nos permite seguir viviendo sin gran desdoro de la dignidad humana; pero nosotros no nos hemos conformado con la posibilidad y nos hemos lanzado de cabeza a la calle de segovia. ¿Qué les parece a ustedes?
En tiempos de la Monarquía, nuestros asuntos no iban, evidentemente, muy bien que digamos; pero siempre teníamos a mano un recurso supremo: la República. Ahora, en cambio, no tenemos recurso ninguno, y el caso es que nuestros asuntos no llevan, ni mucho menos, camino de mejorar. Entonces había hasta una cierta elegancia en el hecho de estar mal gobernados, algo así como si dijéramos una desidia de buen tono; pero hoy este hecho sólo significa nuestra incapacidad para gonernarnos bien, y la consecuencia no puede ser de un efecto más desmoralizador.
De mí sé decir que la República me ha hecho perder la fe en todos mis amigos, y un hombre que a mi edad pierde la fe en sus amigos es como si perdiera la fe en sí mismo; pero no abandonemos las líneas generales de la cuestión. Antes, cuando la República no era nada, lo significaba todo para nosotros. Significaba al mismo tiempo el paraíso, la hipotenusa, el Viaducto, la órdiga, el tártaro, la intemerata y el verbo. Ahora, en cambio, cuando lo es todo, no significa absolutamente nada más que la presencia física de unos señores determinados en el lugar que anteriormente ocupaban otros.
La República nos dejó sin República, como si dijéramos. Nos quitó la gran ilusión republicana, y esto es, en resumen, todo lo que ha hecho.