José Ramón Márquez
Esta mañana, en compañía de los aficionados I. y F. he renovado el abono de Las Ventas para las ferias de Sandosdemayo, San Isidro y Saniversario. El paisaje no varía con los años: una fila de jubilados entre la que estamos nosotros, un grupo de reventas por cuenta ajena junto a los que está D. Globero -desde que le tocó la lotería ha ganado el don, por el incuestionable poder de una buena cuenta corriente-, un coche de la Policía velando con atención y disimulo desde la distancia para que no haya ningún altercado de orden público, un tío con pinta de ex-convicto que se sienta en una silla de playa y que a la vez guarda el turno y la lista para ser el primero en poder adquirir abonos de los que queden libres y dos grupos de gringos con sus correspondientes guías nativos que les van explicando lo que es esto de los toros sin emplear palabras tales como goat (cabra), donkey (borrica), handsaw (serrucho), estafa (swindle) o important (importante), de donde veo que la explicación que les dan es incompleta; en suma, nada nuevo.
Cuando tras una hora larga nos toca el turno en la taquilla, lo primero que ocurre, una vez más, es que un jubilado avispado pretende saltarse toda la fila para ser atendido con celeridad, dado que no tiene nada mejor que hacer ese día ni ningún otro salvo saltarse la cola porque sí. Tras un pequeño y educado cruce de palabras, jaleado con furia por los disciplinados ciudadanos que forman la ingente y larga fila, se consigue que el jubilado desista momentáneamente de su empeño y se retire unos pasos de la taquilla, pensando en la estrategia de su nuevo movimiento. Llegamos por fin ante el antaño fétido agujero y hoy sólo agujero por el que expenden los billetes. Una señorita hace cuentas en un papel y anota ciertos números en él. Está tan abstraída, tan concentrada, que no oye la insulsa frase ‘Buenos días’, y por lo tanto no se molesta en contestarla. No estamos seguros de que se haya dado cuenta de nuestra presencia cuando al cabo de unos minutos sigue anotando sus cabalísticos números en el papel, por lo que la interrogamos:
-¿Tiene usted previsto atenderme hoy, señorita?
-¿Es que acaso no ve que estoy ocupada?
-¡Ah!
Adquirimos el abono. Pienso en una persona que tenga dos barreras del 9 y en el millón de pesetas que tiene que soltar para comprar sólo San Isidro y Saniversario, con semejante porquería de carteles. Pienso que lo más posible es que las reticencias de los taquilleros a entregar carteles a los que se los demandan tenga que ver con alguna orden recibida para evitar que la enorme fila que espera su turno comience a comentarlos.
Ya tengo los billetes en la mano; recuerdo que hace años el momento éste de tener el taco de billetes en las manos era uno de los grandes momentos del año.
Cuando me alejo, miro la fila. Apenas se mueve. Pienso en las facilidades que hay para adquirir entradas para el Rock in Rio, para el Festival de Bayreuth, para el cine, para el Circo Estable, para el fútbol, para el Auditorio Nacional, para cualquier espectáculo que no sean los toros. Pienso en la cantidad de personas que entran al segundo toro en las novilladas de los domingos, con aforos vendidos de dos mil personas, porque han quedado bloqueados en las taquillas. Pienso en el maltrato que sufren muchos espectadores por algunos porteros, pienso en que de todo esto tampoco hablan los pelmazos revistosos del puchero. Aceptemos que ya que ni uno solo ha tenido redaños para escribir que estas ferias complementarias son un atraco consentido por la Comunidad de Madrid contra veinte mil tíos inermes, al menos podían cubrir el expediente denunciando este absurdo espectáculo decimonónico de unas filas como las de las cartillas de racionamiento en el siglo XXI, cimentado en la desconfianza hacia el cliente.
¿Alguien se ha preguntado por qué en este espectáculo el espectador es siempre tratado por todos los actores del mismo como el auténtico enemigo?