Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
George Clooney pasa por ser el tío más guapo del universo. Yo creo que también es el más tonto. Porque hay que ser muy tonto para, siendo tan guapo, no estarse callado. Igual que los celos, de hacer caso al grande Eça de Queiroz, no son sentimientos de mujer rubia, la política no es conversación de hombre guapo. Que Pepe Sacristán coja por banda a uno de esos turistas descuidados que se dejan caer por Chinchón y le pegue un tabarrón contándole los malos ratos que le hizo pasar a Franco haciendo el tolai en una película con María Luisa San José, vale. Sacristán es feo como un nublo, y el cine español es una industria de feos –dan muy bien de “milicianos”, que es el papel que nunca falta– con morro y escudilla. ¡Pero... Clooney!
Clooney dice que su cine puede cambiar el mundo y que ese mundo estaría muy bien gobernado por Obama, que viene a ser como el Rodríguez de América, pero en “soul”. Obama, que es negro, quiere llegar a la Casa Blanca. En el camino, para no quedar como maricón delante de la señora Clinton, dijo que él le declararía la guerra a Pakistán, aunque luego, para no espantar al voto pacifista, aclaró que él en ningún caso utilizaría la fuerza nuclear, cargándose de un plumazo la estrategia de disuasión de los Estados Unidos de América. Obama, pues, presidente, y Clooney, secretario de Cultura, porque estos serían capaces de montar ese chiringuito fascista –toda actividad cultural que tenga que ver con un Gobierno es fascista– en la democracia de Tocqueville.
–El problema es que en mi país se confunde capitalismo con democracia –dice Clooney, que no ha leído a Tocqueville, pero que hace cine para ponerle a huevo el mundo a Obama.
Clooney sabe que nuestras culturas ministeriales –el euroidiotismo, en una palabra–, y esto lo tiene bien explicado Fumaroli, no tienen más fundamento que la de sostener una guerrilla de fachada con los Estados Unidos sobre el campo de batalla del cine: tras la coartada anunciada de una “resistencia cultural a los Estados Unidos”, combatimos a los Estados Unidos democráticos, pero permanecemos jadeantes ante unos Estados Unidos “modernos” que, en realidad, ocultan o desfiguran su índole democrática y su tradición propias. El progresismo (el marxismo, diría Fumaroli) no se disuelve en cuanto los progresistas gozan de la seguridad y hasta del lujo.
–Al contrario. Jamás es tan útil, porque, en la panoplia de excusas que se busca una existencia aburguesada, es sin duda la más intimidatoria para el prójimo y la más confortable para sí mismo.