viernes, 5 de mayo de 2023

La dictadura que viene


Thomas Bernhard

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc


    Más allá del panmongolismo anunciado por Soloviev, se nos viene encima una dictadura mundial que ni siquiera alcanzamos a concebir, pero en España, en vez de combatirla, la deseamos. “Nos hicieron sus esclavos y nos gustan sus cadenas”, cantaba en los 80 Julio Iglesias, que era como nuestro Rousseau en Miami.


    Con los clásicos franceses nos pasa un poco lo que a los antiguos donjuanes con las mujeres rubias: nos dejamos llevar por la primera impresión. De Voltaire nos impresiona que no crea en lo que uno dice, pero que daría su vida para que pudiera decirlo libremente. A lo que añadió la “boutade” que se nos olvida: “Creo en la libertad de pensamiento, pero muera quien no piense como yo”. Y de Rousseau nos impresiona lo de que el hombre nace libre y está en todas partes cargado de cadenas. Barzun achaca a la “mentalidad periodística” que en esas palabras leamos “hay que romper las cadenas”, lo que desmiente más adelante el propio Rousseau: “Intentaré ahora demostrar que éstas (las cadenas) son legítimas”. O sea que el españolísimo “¡Vivan  las caenas!”, proferido cuando en el año 23 el duque de Angouleme y su “troupe” (más zarzuelera que marcial, al decir de Nicolás R. Rico) nos “desconstitucionalizaron” a los españoles para siempre, fue la berrea rusoniana de España.


    Nuestra servidumbre, pues, es constitucional, y está universalizada por Dostoyevski en su escena del Gran Inquisidor en Sevilla, donde Cristo aparece y el pueblo se prosterna y lo adora. Llega entonces el cardenal inquisidor, que reconoce a Cristo y ordena encadenarlo.


    –La multitud, automáticamente intimidada, no ofrece resistencia, sino que cae de rodillas y venera al cardenal.


    Cómo se puede oprimir y doblegar a la gente sin que nadie lo impida lo aprendió Thomas Bernhard (¡buenos tiempos, estos, para volver a Bernhard!) como cronista de tribunales, donde los jueces, dice, aniquilaban con placer a una personalidad, y lo hacían entre dos bocadillos de salchichón, pues “ser juez es de por sí una debilidad de carácter por excelencia” (miremos al Gran Inquisidor). No tenía Bernhard mejor opinión de los cronistas: lo que te dan a leer las redacciones era, según él, sólo un recuelo descafeinado de lo que, en realidad, uno ha compuesto antes.


    Sobre la idea de Diderot (lanzada apuntando a Rousseau) de que “el malvado vive solo”, Peter Hamm hace a Bernhard la pregunta ontológica: “¿Es usted malvado?” A lo que Bernhard contesta que sí, que puede ser sin duda muy malvado, pero que no puede darle rienda suelta: “Sería magnífico hacerlo, pero entonces no se tendría inteligencia. La razón construye una valla alrededor, cada vez más alta. Al aumentar la razón, aumenta la valla. Pero en mi pensamiento soy muy malvado”.


    Aquí, en cambio, los que mandan quieren pasar por inteligentes a base de hacerse los malvados. Para los demás, como Octavio Paz le dijo a Ullán, siempre nos quedan los monasterios.

 

[Viernes, 28 de Abril]