La régle du jeu, de Jean Renoir 1939
Jerónimo Molina
Expresión de sociabilidad en el sentido de la «formas de socialización» de Georg Simmel, la articulación oligarquía-masa, clase dirigente-pueblo, gobernantes-gobernados o elite-masa constituye una regularidad o factor histórico constante, como las polaridades sagrado-profano, amigo-enemigo, mando-obediencia o comunidad-sociedad. No hay época histórica que escape a la dinámica de las oligarquías. Ésta deja su impronta sobre las instituciones sociales, pero también sobre las creaciones del espíritu, del urbanismo y la arquitectónica a la literatura y hasta el cine. Es así que trascienden su tiempo, sin pretenderlo, El Gatopardo de Giuseppe T. di Lampedusa, La regla del juego de Jean Renoir y otras obras maestras por el estilo, pues contienen una lección universal, una banalidad superior y olvidada: la persistencia de una clase política. Más allá de los hombres y su retórica.
Pero el descubrimiento de la «clase política» y su análisis empírico son relativamente recientes. Se trata de un fenómeno que apenas se registra en la literatura sociológica a partir del siglo XX. Es cierto que se tiene ya una aguda conciencia del mismo en Grecia y Roma, siquiera por sus efectos sobre el gobierno de la ciudad. No es casual que la filosofía política clásica —la occidental para nosotros, aunque haya otras tradiciones comparables— sólo ha sido posible una vez descubierta la vida como libertad —primariamente exterior (libertad de movimientos) y desplegada en el espacio público, en el ágora y el foro— y cómo pueden llegar a perturbarla las dinámicas oligárquicas inherentes al ciclo político. En los equinoccios del ciclo, entre la concentración del poder (monocracia) y su desagregación (pluralismo), se conocen en todas las épocas procesos contrapuestos de oligarquización y de desoligarquización del gobierno, de construcción, destrucción y reconstrucción de la clase política. Una singularidad española, condicionada por la debilidad del Estado y por nuestro inextinguible sigo XIX, es la ausencia de una sólida clase política.
Hay ya, de algún modo, una sociología o una teoría implícita de la clase política en los grandes historiadores de la Antigüedad, los cuales han descrito con la mayor naturalidad esos procesos cíclicos. También la hay, sin duda, en el genial moro tingitano Abenjaldún, anticipador en el siglo XIV de la teoría paretiana de la circulación de las elites con su meditación sobre el «espíritu de cuerpo» (‘açabiya), que anima a la clase dirigente hasta su declive, imposible de contener, en el lapso de cuatro generaciones.
A partir del siglo XIX sobreabundan los ejemplos de una sociología de la clase política, latente y raramente expresada como tal, de Saint-Simon («Parábola de los industriales») a Joaquín Costa (Oligarquía y caciquismo), pasando por Lorenz von Stein (Movimientos sociales y monarquía), para quien la dinámica conflictiva entre el poder establecido (clase política o elite), el poder insurgente (contraelite) y el pueblo (masa dependiente y políticamente nula) es la clave de las leyes del movimiento social y, particularmente, de la subversión general detonada por la Revolución francesa. Una coloración más polémica tiene la difusa percepción del fenómeno de la elite del poder, además de en Karl Marx, en Franz Oppenheimer y su crítica antipolítica del Estado depredador y su clase dirigente y en Thorstein Veblen y su estudio sobre la clase ociosa.
Pero el gran momento de la teoría de la clase política está en los primeros años del siglo pasado, condicionada previamente por la comprensión del fenómeno de las muchedumbres contemporáneas (Gabriel Tarde, Gustave Le Bon y, posteriormente, José Ortega y Gasset). Dejando a un lado los estudios sobre los partidos políticos de James Bryce (La república norteamericana) y Moisei Ostrogorski (La democracia y los partidos políticos), la doctrina sociológica de las elites queda fijada para siempre en la obra de los maestros neomaquiavelianos: Vilfredo Pareto (Tratado de sociología), Gaetano Mosca (Elementos de ciencia política) y Robert Michels (Sociología del partido político en la democracia moderna). En estos libros más se reinventa que se inventa la ley de hierro de la oligarquía.
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La dicotomía social fundamental es, según Pareto, la que separa a la población en una «capa inferior, la clase ajena a la elite» y una «capa superior», divida a su vez en una «elite gubernamental», la clase política en sentido estricto, y una «elite no gubernamental». Por otro lado, como señala Mosca, la lucha por el poder no enfrenta a la clase dirigente con el pueblo. Esto es una ilusión interesada mantenida por todos los aspirantes al poder. La competencia por el mando es en realidad asunto de familia: una lucha entre la clase dominante y su contrincante, que pugna por afirmarse a toda costa. O bien entre la clase política de iure y la clase dominante de facto, en la que se reúnen los que Carl Schmitt ha llamado «poderes indirectos» (potestas indirecta, indirekte Mächte).
Nada de lo dicho impide que pueda producirse una «renovación molecular» de la clase política, incorporando elementos de la clase rival o de las clases inferiores. Se trata, según Pareto, de la «circulación de las elites» o, más bien, como le corrige Michels, de la «amalgama» de estas con las clases inferiores. Hay, pues, en la dinámica de la elite, una «continua endósmosis y exósmosis entre la clase alta y algunas fracciones de la baja» (Mosca), una dosis variable de impremeditado gatopardismo. En este sentido, las querellas mayores de los siglos XIX y XX —la cuestión constitucional, la cuestión social y la cuestión cultural— son expresión del proceso de renovación y sustitución de las elites al que el pueblo asiste, a la fuerza, como espectador. La reactivación en el siglo XXI, a escala máxima, de un conflicto equivalente en torno a la identidad y el arraigo, tampoco deja al pueblo un margen de maniobra mayor. Pues la elite con mando propugna la revolución desde arriba, la que aspira al poder la revolución desde abajo.
La transformación de la clase política es proceso que tiene una sorprendente causa endógena, pues que se prolongue en el tiempo una dirigencia no depende sino de su fe en la legítima adquisición de su derecho a mandar. El poder efectivo, qué le vamos a hacer, tiene fuentes impuras. Quien ha perdido ese tipo de certeza está políticamente desahuciado.
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