domingo, 29 de agosto de 2021

El heraldo de la aurora

 

 
 Abc, 29 de Mayo de 2002

Ignacio Ruiz Quintano
 
Abc
 
El reclamismo periodístico ha popularizado la imagen del gallo de Avigdor Cahaner y, ante eso, la severidad moralizante y ceñuda de la clase media ha sentido en seguida el elegante capricho de interesarse por lo inútil -aquello que no rinde inmediatamente ni poder ni dinero-: la biotecnología, que, aplicada a las aves de corral, tiene una larga historia. En la Utopía de Moro los pollos no eran criados por las gallinas, sino en incubadoras, que, por supuesto, no existían en la época del autor. Y Bacon, el apóstol de la inducción, murió del resfriado que agarró cuando rellenaba un pollo de nieve para un experimento sobre refrigeración.

¿Quién no ha visto al gallo de Avigdor Cahaner? La primera impresión que produce es la que produciría en los peludos vecinos de Atapuerca la visión de la playa de Benidorm en agosto. «¡Está desnudo!», gritan, con escándalo, nuestras señoras. «¡Es rojo!», gritan, con alarma, nuestros caballeros.

Para el liberal de clase media, que a veces es demofílico, pero en ningún caso demócrata, rojez y desnudez todavía constituyen buenos motivos de gimnasia intelectual, aunque, en realidad, hace tiempo que el culto al rojo y al desnudo, privado de su alcance metafísico, no puede considerarse sino como nostalgia del mundo clásico, cuando los pollos tenían la piel blanca y fina y gordas las patas y el pescuezo, como mandaba la marquesa de Parabere. ¿Qué mejor desencadenamiento de la nostalgia que los guisotes que uno saboreó de niño?

Que se sepa, nadie ha probado aún el gallo del judío Avigdor Cahaner, pero ya sabemos que no va a saber igual que el «pitu caleya» del asturiano Marcial, que es echárselo uno a la boca y ponerse a cantar pravianas en menos que se persigna un cura loco. Por no saber, ni siquiera sabrá como esa gallinácea que el sábado le tiraron en Las Ventas a Hermoso de Mendoza, estrecha de cuello, señal de que estaba mal cebada, y flaca de patas, señal de que era vieja.

La cultura occidental es un gallo de tres kikirikís: el del gallo de Sócrates, que proclama la ejecución democrática del sabio; el del gallo del patio de la casa del Sumo Sacerdote, que anuncia la traición humana al Maestro; y, ahora, el del gallo de Avigdor Cahaner, en el cual hemos de ver no un manjar, sino a un heraldo de la aurora -un «referente emblemático», en el lenguaje de los tontos contemporáneos- de una especie, la nuestra, cuyo futuro ya no es político ni histórico, sino biotecnológico, con todas sus consecuencias, algunas de las cuales fueron filosóficamente vislumbradas en el verano del 99 por Sloterdijk en sus famosas «Reglas para el parque humano».

Todo el amanecer de una civilización palpita, pues, en el gallo corito de Avigdor Cahaner, que, al no estar protegido por el primor del arte, tampoco halla acomodo entre los mitos de la venustidad del momento: esa perdiz disecada sobre el mueblebar, ese póster del «Guernica» sobre el sofá o esa boina de Elena Benarroch sobre la chola, por no hablar de los hombros de Zapatero o del pecho de Aznar, quienes, de tanto pasar por televisión, acaban imponiéndose como expresión golosa de la armonía de la creación. Vale que Aznar y Zapatero son dos mitos, pero, ¿son venustos? Si no confundimos la venustidad con la esbeltez, que es la ágil ocupación del espacio, Aznar y Zapatero, en tanto que mitos, sólo son esbeltos.

Para ungirse a sí propio como rey de la creación, al hombre de la civilización que declina le bastaba con alcanzar un alto cargo en política. Pero al hombre de la civilización auroral se le exigirá, además, que responda a la nueva y grande cuestión ontológica: «¿Y usted qué sabe crear?»