Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La sociedad, decía Emerson, que era bostoniano, como las “gillettes”, conspira por doquier contra la hombría de cada uno de sus miembros, y para un hombre el drama comienza hoy muy de mañana, al afeitarse, razón por la cual todos prefieren dejarse una barba de Carpanta, tal que el carrilero Carvajal o el político Maroto.
No es fácil dejarse barba una vez cincuentón, pues, como diría un nihilista ruso, la segunda mitad de la vida de un hombre se compone por lo común sólo de aquellos hábitos que ha ido adquiriendo durante la primera mitad. Claro que para el nihilismo ruso uno debe estar siempre de pie como “un ejemplo y un reproche”…
–Mais, entre nous soit dit, ¿qué puede hacer un hombre predestinado a estar de pie como “un reproche” sino sentarse?
Los machos son malos por naturaleza, ha dicho “Jean-Jacques” Maroto, el hombre-reproche de nuestra derecha mitopoética, en esa convención para la actualización española del “Iron John”, aquel manifiesto de la masculinidad ochentera del poeta Robert Bly, luego estirado por “La nueva masculinidad” de Moore y, oh, justicia poética, Gillette, que contestaban la pregunta a Bly de un joven en TV: “¿Dónde están hoy los verdaderos hombres?” Corría 1990.
Que la mayoría de los hombres, en efecto, no son buenos ya lo dice Maquiavelo, el Maroto florentino, por lo que “aquél que desee conservar su personalidad” ha de aprender a no ser bueno en algunas ocasiones. Vamos, que es mejor ser un príncipe malvado que dejar de ser príncipe, como bien ha aprendido, por ejemplo, Sánchez, que anuncia un Plan de Lucha contra los Delitos de Odio que suena a Laica Congregación de la Progre y Universal Inquisición que en España da un juego increíble.
En apoyo mitopoético de Maroto está lo de Madison en “El Federalista”:
–Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernasen a los hombres, no sería necesario ningún control del gobierno.
Maroto, ese vasco castellanizado. Como Zuloaga. Como Unamuno.