domingo, 13 de enero de 2019

Eduardo Chillida, o el león en su invierno (Última entrevista)

[Publicado el 7 de Diciembre de 1998 ABC Cultural Número 368]

NO ME PREOCUPA LA VEJEZ; LO QUE ME FASTIDIA ES
 QUE SE ME OLVIDEN LAS COSAS



Desde las domésticas faldas del Igueldo reina Chillida como el Dios del Sinaí, a lo grande, y rodeado de sus horizontes donostiarras más íntimos: «inalcanzables, necesarios e inexistentes». Es el león en su invierno, todavía con media melena al viento y con los recuerdos ya «en la punta de la lengua», que es ese no saber si ver u oír las experiencias pasadas. «He estado trabajando. Tranquilo y solo. Y tratando de hacer, como siempre, pues lo que no sé hacer. Porque no creo que haya que hacer lo que se sabe hacer, sino lo que no se  sabe hacer. Lo que uno sabe hacer quiere decir que ya lo ha hecho, y eso no hay que tocarlo. Hay que hacer lo que no se sabe hacer»





Ignacio Ruiz Quintano
ABC Cultural

LUCE el sol, al fin, en San Sebastián, y el sol, que pierde materia a razón de millones de toneladas por minuto, le ha sentado bien a este Chillida leonino que pierde memoria a razón de no se sabe cuántos nombres propios por recuerdo, y que ahora se tienta la garganta y siente, con asombro, como que aquella materia ha sido absorbida y es energía. Lee y relee mucho. A sus poetas  y filósofos: materia y mente no son más que maneras convenientes de organizar  los acontecimientos, y la característica esencial de la mente es la memoria. (De Swift se cuenta que un día, cuando empezó a perder la memoria, «como quien se ancla en su íntima esencia invulnerable», se le oyó repetir: «Soy lo que soy, soy lo que soy.»)

He pasado un momento difícil. La garganta, y así. Un momento en que no podía ni hablar, en el sentido de decir lo que yo quería decir, ¿verdad? Digamos que he estado apartado de hacer manifestaciones espectaculares... En fin, encerrado en el  estudio con mis problemas.

(En un manuscrito iluminado para René de Anjou, rey  de Sicilia, hay una alegoría del Amor: una de sus pinturas muestra a un viajero, un caballero a caballo guiado por la Melancolía que tiene que abrirse paso a fuerza de espada para cruzar un puente  de madera enfrentándose a un adversario con armadura negra que representa  los problemas. Igual que De  Quincey,  Chillida piensa que descubrir un problema no es menos admirable –y es más adecuado– que descubrir una solución.)

Sí, para mí el trabajo es eso: un problema cada día. Y si se produce algo positivo es porque te metes en ese terreno en el cual no tienes mando, pero que aparece. En cuanto tú cierras las demás puertas y te quedas con ésa, surge la posibilidad de comunicar. Es una cosa bastante elemental. En el fondo, es lógica. Lógica pura. Yo estuve muchos años trabajando en una dirección, y de repente un día me di cuenta de que no era la mía. Fue hace mucho tiempo ya, ¿eh? Fue cuando yo cogí este tipo de razonamiento, porque me di cuenta de que era necesario dejar de lado todo lo que había hecho cada día. Cada día que tú haces una cosa, dejarla de lado y mirar hacia los lugares en los cuales puede haber otro tipo de aproximación a lo desconocido, a lo que yo no conozco, que es lo que me interesa. Lo que pasa es que últimamente, como he estado peor de salud, pues, claro, me he frenado bastante.

«La portería aún, araña parda»

(Con este sol que luce le tira el mar -«iVamos al Peine del Viento a dar un paseo!»-, y se encara al viento que corre como el navío de Pantagruel, tratando de encontrar en el aire las frases que el invierno anterior guardó congeladas.)

Ya lo creo que he leído en este tiempo. ¿Parménides...? Sí..., sí. ..sí... Bueno, he estado con san Juan de la Cruz. Me lo sé de memoria. Ahora lo he releído. A todos. Poetas y filósofos es lo que más me ha interesado toda la vida. Españoles y extranjeros. Trato de buscar correspondencias entre unos y otros. Por no trabajar, porque no puedo hacerlo como lo hacía antes. Así que he leído mucho. Siempre vas desechando cosas, claro. Hay algunos que han sido tus amigos y de repente se quedan atascados. Eso sí pasa. Claro, que yo, como tengo unas bajas de memoria tan especiales... iNo me salen los nombres! Me pasa con los nombres corrientes, con los de mis nietos... Es la edad. Tengo setenta y cuatro.

Peine del Viento
(Ya en La Concha, ante el Peine del Viento la obra predilecta de su memoria sentimental, sale a colación el fútbol «la portería aún, araña parda» y su época de portero de la Real Sociedad. «Ya no pones obstáculos de mano / al ímpetu, a la bota / en los que el gol avanza. Pide en vano, / tu equipo en la derrota, / tus bien brincados saques de pelota.» Acabó su carrera desarbolado, no por el viento de los goles, sino por un menisco «que tenía hecho polvo y que nunca me sanaron: un día, en Madrid, en un saque de puerta largo hacia la posición del extremo, me quedé clavado en el pico del área  y para siempre». Como en las Olímpicas de Montherlant, donde el portero sólo puede arrancarse los cabellos, como Aquiles, y aparecer ladeado en el suelo, como los soldados de Verdún.)

Sí, me acuerdo de las cosas que me han hecho polvo la vida. Hombre, en ese caso, el del fútbol, no fue malo. Porque estar con un menisco estupendo y jugando al fútbol con setenta y cuatro años no sería agradable, ¿no? Pero acabo de pasar una última etapa complicada... Y difícil de entender.

(Unos chavales abordan a Chillida para retratarse con él en su Peine del Viento,  y Chillida, tan contento, se presta a posar con ellos en brazos cruzados y alzando la barbilla, a lo portero antiguo: entre desafiante como el Platko de la oda de Alberti y risueño como el Zamora de Por fin se casa Zamora. «Te sorprendió el fotógrafo el momento/ más bello de tu historia / deportiva, tumbándote en el viento / para evitar victoria, / y un ventalle de palmas te aireó gloria.»)

¡El Peine del Viento! Estoy orgulloso de esta obra porque es una de las primeras. Mi primera visión como escultor es este lugar. Lo que ha producido este lugar es la visión que yo tenía de él de niño y desde mi casa. Luego, de novios, con mi mujer, también veníamos aquí a pasear. Era nuestro paseo romántico preferido.

(Del Peine del Viento a Zabalaga, el casón -1592- con prado donde reposan tantas «cosas» de las que podría derivarse el más honesto concepto de materia: ocupan espacio y muestran su existencia mediante las cualidades de dureza, resistencia e impenetrabilidad. Muchas aún no tienen nombre, pero son chillidas. «Ésa de ahí pesa sesenta y cinco toneladas. Acaban de colocarla. Tengo que buscarle un nombre.» Y las que faltan andan de tournée, la mayoría por Madrid.)

Portero de la Real Sociedad
Claro que me hace ilusión lo del Reina. Se estrenan obras de todos mis momentos, para que la gente vea lo que he hecho antes y lo que he hecho ahora. Pero yo no he intervenido en el montaje para nada. Confío en la gente que lo ha hecho, que sabe bien lo que hace. Hombre, para mí ha sido un honor. Y un premio. Sí, la verdad es que... ¡tengo tantas cosas! Tampoco es que me haya acostumbrado, ¿verdad? Porque, hombre, sí, es bastante raro lo que me pasó a mí. Yo fui el primero que ganó un premio... Y no sé ahora... Si es que no puedo decir estas cosas bien, porque se me olvidan los nombres. Fue en una de las capitales alemanas importantes... Está abajo y a la izquierda en el mapa... Bueno, yo recuerdo que hice unas cosas que no había hecho nadie allí, y me dieron el gran premio por algo que expuse en esa ciudad de cuyo nombre no me acuerdo ahora. En fin, yo sabía que me iba a pasar lo que me está pasando. Lo siento mucho, pero... Fue la primera vez que me daban un premio en Alemania, y el que más ilusión me hizo, porque fue el primero. El primero del que yo tengo conciencia, claro. Después, ¡ha habido tantos! Acordarse de todos es dificilísimo, y no hace falta tener la cabeza como la tengo yo ahora... Han sido muchísimos y en todas partes. Hombre, prefiero un premio a que me silben por la calle, ¿verdad?, pero  yo nunca he hecho las cosas para ganar premios, aunque empecé a ganarlos en la primera exposición que hice, y fue en esta ciudad alemana... ¡En el suroeste de Alemania!

(El hierro es el pan del Norte, y en el prado de Zabalaga hasta la yerba parece ferruginosa, como las criaturas retorcidas procedentes de «Forjas y Aceros de Reinosa», la barbacoa de Chillida. ChiIIida y sus Costillas de Hierro.)

¿El más chillida de todos los materiales? ¡El hierro! Un material, para mí, decisivo, porque yo con él he hecho muchas obras, y son las que más he expuesto y las que la gente más ha valorado. Y el material que más placer me causa al trabajarlo. Bueno, ahora ya estoy trabajando con dos chicos: les digo cómo tienen que hacerlo, y acabarán por hacerlo mejor que yo, pero, en fin ... ¡Como han trabajado conmigo... ! El hormigón también me gusta mucho. Las cosas que he hecho con hormigón tienen una envergadura especial delante del horizonte...

(Hay en Zabalaga cierto aire a Gretna Green, la aldea escocesa una vez famosa por sus casamientos de parejas fugadas que oficiaba el herrero. Encuentros de hierro y abrazos de hierro entre parejas de hierro.)

Bueno, eso del abrazo es muy propio de la escultura. No desde el punto de vista del abrazo físico, sino el hecho de la escultura. ¿Ves aquéllas de allá? ¿Son abrazos?

Y el horizonte.

Elogio del horizonte
Sí. Ése me ha interesado siempre. Ya sé que no existe. Pero, en fin, es importante, sí. Que esté ahí esa línea es importante, aunque no exista la línea, que no existe. Es cuestión de imaginación. El horizonte es inalcanzable, necesario e inexistente. De modo que no puede tener grandes virtudes, y únicamente nos toca por la grandeza que tiene, ¿verdad?, que es la grandeza de algo que no tiene dimensión. ¿Que por qué es necesario? Pues porque nos coloca en un entorno limitado. En todos los movimientos que hacemos estamos condicionados por el horizonte. Fíjate si tiene interés lo que aporta. Estoy yo mirando las montañas, y mira, todo eso son horizontes. En Gijón, cuando hice el Elogio del Horizonte, me planteé este problema muy en serio. Empecé a recorrer toda la costa, desde Bretaña hasta Finisterre, en coche, con mi mujer. En todos los lugares costeros en que parábamos, había fortificaciones. O sea, que eran lugares que habían sido utilizados con fines militares, para zurrarle al contrario. Fue una cosa que me chocó. Y llegamos hasta Finisterre, que fue donde por primera vez «vi» la escultura.

Y la gravedad.

Es muy importante, pero en función de los materiales. Porque la misma importancia que tiene la gravedad puede tenerla la levedad que casi desaparece en el espacio. Cuando el espacio es lo que te interesa, llegas a unos puntos en que la gravedad no tiene voto. No puede intervenir, vamos.

«El collage es una chapuza»

¿Y el juego de sus Gravitaciones?

No, de juego nada. Es muy serio. Viene de hace tiempo. Darle un título era muy difícil. Me puse a pensar en ello, y las mismas piezas te decían lo que era con toda claridad. Había hecho muchos collages. Pero siempre había tenido la sensación de que el collage tenía una cosa falsa. Que ponía los papeles unos pegados con otros. Eso era un disparate monumental. Me di cuenta y no volví a hacerlos. Un día me dije: «¿Eres imbécil? En vez de poner la cola donde la ponías antes, pon el espacio entre los papeles.» Lo hice, y cuando empecé, ya estaba. No tiene color la comparación, porque el collage es una chapuza. Un papel pegado con otro papel no tiene ningún interés. Entonces seguí con eso. Y han salido variantes, también. Algunas están colocadas ya en Zabalaga. Los papeles son libres, porque, estando colgados, se pueden mover. Otros, en vez de cuerdas, tienen una varilla, de la cual está suspendido el papel, que tiene dos caras, una por detrás y otra por delante, y el espacio sin ningún aditamento.

(Einstein: «Los filósofos juegan con las palabras como los niños con un muñeco.» En el mundo de Einstein, que viene a conducirse con arreglo a una suerte de Ley de la Pereza Cósmica, hay más individualismo y menos gobierno que en el mundo de Newton. «La vida finaliza definitivamente cuando el sujeto deja de tener efecto alguno sobre su entorno a través de sus acciones.»)

Claro que me ha interesado Einstein. ¿Estar de acuerdo? Bueno, los teóricos hablan del concepto, y yo, digamos, utilizando el concepto, me he encontrado con ellos, pero no en otros terrenos. He conocido a muchos filósofos y he ilustrado a Heidegger, y a Cioran, y a muchos otros, ¿verdad? Pensadores importantes. Pero, claro, eso ya pasó, desgraciadamente. Fue hace muchos años. Ahora ya no podría hablar con ellos como hablaba antes. Ahora se me olvidan las cosas. No me acuerdo de los nombres...

(Que la memoria es la madre de las musas, pero a Borges, sin embargo, le parecía monstruosa la posibilidad de que la memoria fuera infinita, y aclaró: «En ese caso, yo recordaría cada una de las circunstancias del día de mi vida, que son miles, según lo ha demostrado Joyce en el Ulysses.» Los bergsonianos creen que la memoria es justamente la intersección de mente y materia, y que los aparentes fallos de memoria no son en realidad fallos de la parte mental de la memoria, sino del mecanismo motor que pone la memoria en acción. Puesto a tener que hacer memoria, Chillida se agarra al tacto, no tanto un sentido como la verdadera interacción de los sentidos: el suyo es un alarde de percepciones táctiles y musculares agigantadas por el pavor al olvido, ay, como la lucha del hombre y el pulpo que describió Victor Hugo en Los trabajadores del mar, donde la blandura se nos aparece como horrible.)

El tacto funciona por los ojos, también. Y por el oído. La mano...

(El hallazgo de un esqueleto de australopitecino de 3,6 millones de años complica a los paleoantropólogos el misterio de nuestra andadura a pie: los evolucionistas sostienen que el momento clave fue el de la erección del cuerpo, cuando el tamaño del cerebro era aún muy pequeño, que permitió la liberación de la mano, con su significación decisiva para el conocimiento reflejado en la palabra «comprender», derivada de «prender» ...)

 ...Yo ahora estoy viendo esa escultura y sé cómo es, cómo se toca, lo que dice cuando la tocas. Ésa que está ahí. Y está ahí por eso. Yo, por la tarde, me suelo echar un rato ahí, en ese sofá. Echo la cabeza donde están los almohadones, y me gusta poner la mano encima de la escultura, así, por detrás. Acaricio esas formas. ¿Qué nombre tiene? No lo recuerdo ya. Pero sí recuerdo su forma. Mi mano la recuerda. La mano es muy importante. Tiene unas leyes que se imponen.

(Teoría de la visión de Berkeley: vemos un  campo plano, pero construimos un espacio táctil. La esfera aparece ante la vista como un disco plano; es el tacto lo que nos informa acerca de sus propiedades de espacio y forma. Un día, Apollinaire quiso lanzar, sin fortuna, un «arte del tacto»: nada que ver con el Teatro del Tacto -bufonada- de Marinetti. Que la relación de lo táctil con lo visual sólo quedó definida después de Cézanne, y para la física, que, impasible, avanza, la vista como fuente de nociones fundamentales sobre la materia parece resultar menos engañosa que el tacto. Y, sin embargo, todas nuestras concepciones de lo que existe fuera de nosotros han estado basadas en el tacto hasta Einstein, para quien no existía el hombre capaz de visualizar las cuatro dimensiones, excepto por medio de las matemáticas: «Ni siquiera somos capaces de visualizar tres.»)

La cuarta dimensión no me ha llamado la atención excesivamente. Yo no he andado dentro de la matemática. Yo he estado en las medidas que pueden ser entendidas y transmitidas a través de la sensibilidad. De la sensibilidad y de la comprensión de algunas cosas en un nivel en que te manifiestan algo que tú puedes recibir a través de las manos, de los ojos... A través de muchas cosas que no tienen que ver con la fuerza ni con el poderío, ¿verdad? Yo he hecho esculturas de considerables dimensiones. Y conozco a muchos escultores que no piensan más que en hacer cosas muy grandes. Pero muy grandes por fuera. Por dentro... tienen tamaño. Más vale decir dimensión que decir tamaño, ¿verdad?

¿Qué robaría de los escultores jóvenes?

¿De los jóvenes jovencitos, éstos que vienen a conocerse ahora? No demasiado, la verdad. Conozco a muchos, pero no veo nada así verdaderamente... Lo decorativo les hace mucho daño. A lo mejor si... Y el deseo de dimensiones muy forzadas, también les hace mucho daño. ¿Un consejo? Que se busquen problemas y que traten de resolverlos realmente. Eso es lo que los ayudaría más.


La neurociencia sospecha que estamos genéticamente predeterminados.

Sí. .., sí..., sí...

¿Asusta?

Sí..., sí... Verdaderamente, sí. Pero es para todos igual, ¿eh?

¿Y la vejez?

No, no, no. No me preocupa la vejez. Lo que me fastidia es que se me olviden las cosas.

(Sabe que no está bien creerse siempre una persona de alta tragedia con el Eclesiastés como libro de mesilla: «No hay nada nuevo bajo el sol. No existe el recuerdo de las cosas pasadas. Odié todo el trabajo que había hecho el sol, porque tenía que dejarlo a los hombres que me sucedieran.» Etcétera.)

Aún hay proyectos que me hacen ilusión. Lo del Tindaya, en Fuerteventura, tiene sentido para mí, si se puede hacer. Y después hay una cosa en Japón, que está en camino, que es una pieza de acero dentro de muros de hormigón que recoge el espacio y lo proyecta hacia el Fujiyama. Se llama Homenaje a Hokusai.

(Hokusai, ay, el maestro de las estampas Ukiyo-e, autor de Treinta y seis vistas del Fujiyama, mostrando los numerosos rostros de la montaña sagrada cuya diosa, adorada por los artistas, domina el paisaje.)

Es un lugar especial. Es el proyecto que más ilusión me hace. La obra está a medias, y yo no sé si al final la vaya acabar yo o la va a acabar otro, ¿verdad? ¡He tenido tantas cosas y lo he pasado tan mal! Pero en fin, por lo menos ya tiene una estructura. Allí los obreros trabajan muy bien.

La gran ola de Kanagawa  Hokusai