Valle de los Caídos
Jean Juan Palette-Cazajus
Hace algunos días, en el transcurso de una cena de muy agradable comensalidad, estuvimos glosando la próxima llegada a Madrid de un excelente amigo común que anda por muy remotos confines, ora tratando de infundir los fundamentos del sentimiento español a muchachadas tan exóticas como confundidas, ora paseando en su destierro un insalvable esplín civilizacional. Sin duda alarmado por las noticias que venían llegando a su extremo paraje, nuestro amigo había manifestado, por lo visto, el deseo de visitar, en cuanto llegase, el muy mentado mausoleo conocido como Valle de los Caídos. La persona a cuya gentileza y dotes de conductor excelso se pretendía encomendar la citada excursión me preguntó si me apetecía unirme al peregrinaje. Me di cuenta de que mi respuesta negativa tal vez se formulase con excesiva vehemencia, que pasó en gran parte inadvertida merced al aura enológica que envolvía la asistencia.
Reconozco que la perspectiva de una visita al Valle de los Caídos produce en mi organismo la misma secreción de enzimas negativas que las que prohíben a ciertas personas la asimilación de la lactosa. Me adelantaré a posibles agravios comparativos aclarando que, en lo tocante al trastorno nacional bipolar, mis enzimas negativas se ponen en marcha con similar energía frente a las manifestaciones de cualquiera de los dos elementos antagónicos. Supongo que de hallarme presente en el comienzo del infausto duelo a garrotazos, cierta racionalidad inercial me habría situado, como hicieran tantos, del lado de la República. No dudo de que a las pocas semanas mi reacción habría sido la misma que la del gran Manuel Chaves Nogales y que ante la absoluta certeza de un funesto final adosado a cualquier tapia leprosa, caso de caer -dicho en jerga unamuniana- en manos de “hunos u hotros”, yo también hubiese terminado exiliado en Francia.
Reconozco que la perspectiva de una visita al Valle de los Caídos produce en mi organismo la misma secreción de enzimas negativas que las que prohíben a ciertas personas la asimilación de la lactosa. Me adelantaré a posibles agravios comparativos aclarando que, en lo tocante al trastorno nacional bipolar, mis enzimas negativas se ponen en marcha con similar energía frente a las manifestaciones de cualquiera de los dos elementos antagónicos. Supongo que de hallarme presente en el comienzo del infausto duelo a garrotazos, cierta racionalidad inercial me habría situado, como hicieran tantos, del lado de la República. No dudo de que a las pocas semanas mi reacción habría sido la misma que la del gran Manuel Chaves Nogales y que ante la absoluta certeza de un funesto final adosado a cualquier tapia leprosa, caso de caer -dicho en jerga unamuniana- en manos de “hunos u hotros”, yo también hubiese terminado exiliado en Francia.
Chaves Nogales con madre y esposa
Tras el derrumbamiento del país huésped ante los nazis y con menos de dos años de estancia, Chaves Nogales fue capaz de publicar “La agonía de Francia”, para mí el libro más luminoso jamás escrito sobre los fundamentos sociales, culturales y morales de aquella catástrofe. En mis frecuentes momentos de desvarío y total incertidumbre me dejo arrastrar a veces por la tentación de imaginarme como la reencarnación contrafactual de un Chaves Nogales digno merecedor de una esencia de “francesidad” infinitamente más justificada que la de muchos que alardeaban secularmente de ella. Me refiero a aquella “racaille”, aquella chusma de las viejas élites -la contundencia no es mía sino del filósofo Vladimir Jankelevitch- que corrió a arrastrarse a los pies del ocupante. Me dejo aturdir así por la disparatada imaginación de una doble existencia sucesiva y contrafactual en que yo hubiese vivido hipostasiado en el Chaves Nogales que se exilió, mientras él hubiese regresado a España hipostasiado en mí.
La contrafactualidad vive de preguntarse qué habría pasado si tal acontecimiento, o tal otro, hubiesen transcurrido de una manera objetivamente posible pero distinta de cómo las cosas ocurrieron realmente. Tengo un dilecto amigo muy obsesionado con la contrafactualidad histórica. Recuerdo que durante un tiempo, casi logró contagiarme su obsesión con las que hubiesen sido consecuencias sobre la historia de Europa de una victoria de Napoleón en Waterloo. Admito que llovía sobre mojado ya que siempre dormita en alguna esquina de mi resentimiento la espina de aquel desgraciado episodio. ¿Qué hubiese pasado si la víspera de la batalla, el mariscal Ney, tras vencer a los prusianos en el encuentro de Quatrebras, los hubiese perseguido tal como se lo había ordenado Napoleón? ¿Qué hubiese pasado si el mismo Ney -casi perdió la batalla él solito- no hubiese sacrificado lo mejor de la caballería en cargas tan sublimes como vanas y suicidas? ¿Qué habría pasado si el susodicho hubiese tenido el mínimo sentido común de pedirle a la infantería que se hiciese cargo de los cañones ingleses arrebatados tras cada cabalgata, pero recuperados por los casacas rojas en cuanto los jinetes se replegaban para reordenar los escuadrones? ¿Qué hubiese pasado sin tan larga retahíla de despropósitos? El más señero, sin duda, el hecho de que, por primera vez en su vida, Napoleón no reconociera previamente el campo de batalla y no se enterase de que la infantería inglesa estaba oculta entre los trigales de la planicie del Mont-Saint-Jean.
La contrafactualidad vive de preguntarse qué habría pasado si tal acontecimiento, o tal otro, hubiesen transcurrido de una manera objetivamente posible pero distinta de cómo las cosas ocurrieron realmente. Tengo un dilecto amigo muy obsesionado con la contrafactualidad histórica. Recuerdo que durante un tiempo, casi logró contagiarme su obsesión con las que hubiesen sido consecuencias sobre la historia de Europa de una victoria de Napoleón en Waterloo. Admito que llovía sobre mojado ya que siempre dormita en alguna esquina de mi resentimiento la espina de aquel desgraciado episodio. ¿Qué hubiese pasado si la víspera de la batalla, el mariscal Ney, tras vencer a los prusianos en el encuentro de Quatrebras, los hubiese perseguido tal como se lo había ordenado Napoleón? ¿Qué hubiese pasado si el mismo Ney -casi perdió la batalla él solito- no hubiese sacrificado lo mejor de la caballería en cargas tan sublimes como vanas y suicidas? ¿Qué habría pasado si el susodicho hubiese tenido el mínimo sentido común de pedirle a la infantería que se hiciese cargo de los cañones ingleses arrebatados tras cada cabalgata, pero recuperados por los casacas rojas en cuanto los jinetes se replegaban para reordenar los escuadrones? ¿Qué hubiese pasado sin tan larga retahíla de despropósitos? El más señero, sin duda, el hecho de que, por primera vez en su vida, Napoleón no reconociera previamente el campo de batalla y no se enterase de que la infantería inglesa estaba oculta entre los trigales de la planicie del Mont-Saint-Jean.
Waterloo
Ney y Napoleón anduvieron despistados todo el rato porque, más allá del horizonte de Waterloo, tenían el pensamiento puesto en una Francia desafecta y profundamente hastiada de las sangrías bélicas. Al margen de que la Europa coaligada no hubiese cejado en su acoso, al margen del vértigo inútil de las preguntas contrafactuales, veamos qué habría pasado si Napoleón hubiese ganado la batalla. Pues, en definitiva, que la causalidad profunda de todos los acontecimientos posteriores, tanto históricos como individuales, habría quedado tan profunda, sutil e imprevisiblemente modificada que ninguno de nosotros hubiese quedado engendrado ni estaría aquí para formular la propia hipótesis que nos tiene en vilo. En cambio, a los que sí hubiesen tenido acceso a la vida en lugar nuestro, la consustancial frustración humana los tendría hoy igual de insatisfechos que nosotros y les tocaría preguntarse, igual de absurda y vertiginosamente solo que al revés, qué cosa habría ocurrido si Napoleón hubiese quedado derrotado en Waterloo.
Cerremos ya digresión tan errática. El inmenso Spinoza aborrecía el concepto de contrafactualidad. Aunque no estoy seguro de que tal concepto hubiese quedado ya claramente formulado en su época. En todo caso el inquebrantable marrano luso bátavo consideraba que todo lo que acontece en el mundo lo hace por absoluta necesidad. No admitía la pluralidad de los mundos posibles. Pero la contrafactualidad que yo propongo en la perspectiva de mi delirio hipostático con el fantasma del gran Chaves Nogales no es la de una coincidencia en unos mundos posibles pero que no fueron. Trato aquí de insertar mi vida -¿mis vidas?- a sabiendas de no tener la talla requerida para tamaña empresa -en la profecía del Zaratustra nietzscheano. La del “eterno retorno”, sólo apta para quien tuviese la catadura moral que le permitiese acceder a la categoría de aquel “Übermensch”, tan desviadamente interpretado casi siempre. Aquel principio del eterno retorno donde Zaratustra, cuando sale de su trance de siete días, cree reconocer la posibilidad de imponerse a la propia condición. Él será el hombre siempre despierto. Frente a las cobardías de las antiguas creencias, de las religiones para esclavos, el Übermensch impone su visión de águila a la moral y a la actuación de la razón. ¿Quién puede imaginarse a Zaratustra inclinando la cerviz bajo las bóvedas del Valle de los Caídos?
Cerremos ya digresión tan errática. El inmenso Spinoza aborrecía el concepto de contrafactualidad. Aunque no estoy seguro de que tal concepto hubiese quedado ya claramente formulado en su época. En todo caso el inquebrantable marrano luso bátavo consideraba que todo lo que acontece en el mundo lo hace por absoluta necesidad. No admitía la pluralidad de los mundos posibles. Pero la contrafactualidad que yo propongo en la perspectiva de mi delirio hipostático con el fantasma del gran Chaves Nogales no es la de una coincidencia en unos mundos posibles pero que no fueron. Trato aquí de insertar mi vida -¿mis vidas?- a sabiendas de no tener la talla requerida para tamaña empresa -en la profecía del Zaratustra nietzscheano. La del “eterno retorno”, sólo apta para quien tuviese la catadura moral que le permitiese acceder a la categoría de aquel “Übermensch”, tan desviadamente interpretado casi siempre. Aquel principio del eterno retorno donde Zaratustra, cuando sale de su trance de siete días, cree reconocer la posibilidad de imponerse a la propia condición. Él será el hombre siempre despierto. Frente a las cobardías de las antiguas creencias, de las religiones para esclavos, el Übermensch impone su visión de águila a la moral y a la actuación de la razón. ¿Quién puede imaginarse a Zaratustra inclinando la cerviz bajo las bóvedas del Valle de los Caídos?
Tampoco es esto
A los pocos días de nuestra cena, comí con el amigo G.P., personaje noble y rotundo, lo más parecido hoy día al castellano de Larra. Por si fuera poco, ex líder del PTE, sin duda la más seria entre las sectas izquierdistas que en tiempos paleolíticos pululasen. Encarcelado en más de una ocasión y objeto en más de una ocasión del trato, digámoslo un tanto brusco, de los policías de la época. Como cualquier ciudadano inteligente dejó muy pronto y muy atrás aquellos compromisos juveniles. Sólo me detengo en las anteriores consideraciones para dar a entender que no se trata de ningún nostálgico de la bandera del aguilucho. Le pregunté:
-¿G., has ido alguna vez al Valle de los Caídos?
-Sí, hombre, he ido un montón de veces con la moto.
-¡Claro! Irías a disfrutar de la naturaleza, del entorno, pero ¿no entrarías a la Basílica?
-¿Qué dices? A la basílica he entrado cantidad de veces y más de una me he acercado a la tumba de Franco.
- ¡!!!
-Me tranquilizaba comprobar que estaba muerto y bien muerto; que de allí no iba a salir. No entiendo por qué estos gilipollas se han empeñado en sacarlo. Allí está perfectamente…
De paso, entre copa y copa de un excelente Príncipe de Viana, mi amigo me comentó también que era incapaz de percibir la posible grandeza de aquel lugar. No puedo opinar. Desde la distancia iconográfica, la construcción me parece lo más “antiespañol” que haya, por usar un tipo de adjetivación sin duda familiar entre los visitantes. Algunos ilustradores de comics suelen dibujar inquietantes arquitecturas de historia-ficción que flotan en un tiempo indeciso, entre pasado y futuro.
Es la sensación que me cosquillea cuando me asomo a alguna fotografía del Valle de la Discordia. Yo veo el lugar como una especie de espacio extraterritorial, colgado en algún intersticio de la heterocronía. Algo así como una embajada de la muerte, sita en el corazón de la geografía española, pero fuera del país real.
-¿G., has ido alguna vez al Valle de los Caídos?
-Sí, hombre, he ido un montón de veces con la moto.
-¡Claro! Irías a disfrutar de la naturaleza, del entorno, pero ¿no entrarías a la Basílica?
-¿Qué dices? A la basílica he entrado cantidad de veces y más de una me he acercado a la tumba de Franco.
- ¡!!!
-Me tranquilizaba comprobar que estaba muerto y bien muerto; que de allí no iba a salir. No entiendo por qué estos gilipollas se han empeñado en sacarlo. Allí está perfectamente…
De paso, entre copa y copa de un excelente Príncipe de Viana, mi amigo me comentó también que era incapaz de percibir la posible grandeza de aquel lugar. No puedo opinar. Desde la distancia iconográfica, la construcción me parece lo más “antiespañol” que haya, por usar un tipo de adjetivación sin duda familiar entre los visitantes. Algunos ilustradores de comics suelen dibujar inquietantes arquitecturas de historia-ficción que flotan en un tiempo indeciso, entre pasado y futuro.
Es la sensación que me cosquillea cuando me asomo a alguna fotografía del Valle de la Discordia. Yo veo el lugar como una especie de espacio extraterritorial, colgado en algún intersticio de la heterocronía. Algo así como una embajada de la muerte, sita en el corazón de la geografía española, pero fuera del país real.
Franco y Señora visitando las obras del Valle