sábado, 23 de enero de 2016

"El liberal español amparó una causa profundamente antiliberal, y sólo porque estaba teñida de rojo"

Madrid, 1937

LIBERALISMO Y COMUNISMO

Gregorio Marañón

III


España, a partir de la Restauración, vivió largos años de paz (las guerras coloniales y la de África no fueron guerras nacionales), y largos años de libertad; una libertad que entonces parecía imperfecta, pero que hoy no disfruta ningún pueblo de la tierra. En esta paz se engendró, como en todas las que ha conocido la historia, la debilidad del poder público; y el espíritu de renovación que caracteriza —y hace gloriosa— a esa etapa de la vida española acabó por torcerse, políticamente, hacia una demagogia, que agravaron los años de súbito e inmerecido bienestar material de la guerra europea y de su posguerra. Acaso sea el pueblo español, eminentemente ascético, el más sensible a la corrupción de la abundancia. Hacia el año 1923, cuando ocurrió el golpe de Estado del general Primo de Rivera, en todas las clases sociales dominaba el difuso sentimiento de que «así no se podía continuar»; y al calor de ese sentimiento pudo realizarse y triunfar la dictadura. Pero entonces no se hablaba aún de comunismo o se hablaba gratuitamente. La agitación que hizo posible la dictadura se debía a una sorda descomposición, genuinamente nacional, que afectaba a toda la sociedad, desde sus cabezas más eminentes hasta los más profundos estratos del pueblo; y que un gran político de entonces, conservador de nombre, pero de espíritu renovador, don Antonio Maura, definió y se esforzó en combatir como «crisis de la ciudadanía». Al calor de esta relajación de los resortes del Estado, crecía la fuerza revolucionaria específicamente española, la anarquista, localizada durante largos años en Cataluña, en donde se había convertido en una endemia tolerada, con víctimas numerosas cada año, que se apuntaban en las estadísticas con la misma naturalidad que las de fiebre tifoidea. El año 1919, esta endemia tuvo una explosión, la llamada «semana trágica», con quema de conventos y toda clase de violencias, pero todavía con el estilo revolucionario castizamente español. Hoy, después de tantos horrores, nos parece todo aquello, que tanta pasión suscitó, una broma de colegiales. Su verdadera gravedad estuvo, no en las luchas de la calle, sino en lo que entonces no supimos ver; en que por vez primera el liberal español, ya igual entonces a los liberales europeos, amparó con su liberalismo una causa profundamente antiliberal, y sólo porque estaba teñida de rojo.

El socialismo español no era todavía una fuerza extremista. Lo prueba la docilidad con que unos años después se plegó a la dictadura del general Primo de Rivera, cuyos únicos enemigos fueron fuerzas burguesas; y no sólo las de filiación liberal, sino muchos conservadores de siempre; y hasta una parte del propio ejército, precisamente la de mayor espíritu aristocrático: el cuerpo de artillería. Aun al terminar la dictadura, una parte importante de los jefes socialistas hubieran aceptado —y de ello tengo pruebas irrefutables— la colaboración con una monarquía renovada por una nueva Constitución.

En la misma calda de la Monarquía y advenimiento de la República la influencia visible del comunismo fue muy escasa. Si se repasa la propaganda, muy activa y violenta, que precedió a las elecciones de abril del año 1931 (las que ocasionaron el cambio de régimen), apenas se encontrará en ella rastros de comunismo. Creo que este nombre no se pronunció una sola vez en el mitin de la plaza de toros que precedió en pocos días a la votación de Madrid y que la decidió a favor de las izquierdas. Cuando aquella noche leyó los discursos uno de los ministros del Gobierno monárquico, hizo el comentario de que la mayoría de ellos habían sido más templados que cualquiera de los que se pronunciaron quince años más atrás con ocasión de los sucesos de Barcelona, por los hombres liberales, gubernamentales y monárquicos. Esta misma impresión se recoge de las Memorias del que era entonces director de Seguridad de Madrid, el general Mola, que había de alcanzar, andando los años, tan alta celebridad. Idéntica falta de preocupación directamente comunista se reflejaba, dentro de la conciencia de gravedad de la situación, en las conversaciones de los últimos gobernantes de la monarquía, con varios de los cuales nos unía estrecha amistad personal.

Sin embargo, la campaña de los partidos y de la prensa de la derecha anunciaba una serie de catástrofes si el movimiento republicano triunfaba, a pesar de su carácter pacífico y de que sus principales jefes eran hombres moderados, liberales, muchos, inclusive, sin tradición republicana, entre ellos el propio señor Azaña. Ahora sería arbitrario discurrir sobre lo que hubiera sucedido de no sobrevenir el advenimiento de la República, suceso que en aquellas circunstancias era, a mi juicio, inevitable; y lo prueba la absoluta naturalidad con que ocurrió. En la historia hay una cosa absolutamente prohibida: el juzgar lo que hubiera sucedido de no haber sucedido lo que sucedió. Mas lo que no admite duda es que las profecías de las derechas extremas o monárquicas que se oponían a la República se realizaron por completo: desorden continuo, huelgas inmotivadas, quema de conventos, persecución religiosa, exclusión del poder de los liberales que habían patrocinado el movimiento y que no se prestaron a la política de clases; negativa a admitir en la normalidad a las gentes de derecha que de buena fe acataron el régimen, aunque, como es natural, no se sintieran inflamadas de republicanismo extremista. El liberal oyó estas profecías con desprecio suicida. Sería hoy faltar inútilmente a una verdad elemental el ocultarlo. Varios siglos de éxito en la gobernación de los pueblos —algunos aún no extinguidos, como los de las democracias inglesa y norteamericana—, habían dado al liberal una excesiva, a veces petulante, confianza en su superioridad. La casi totalidad de las estatuas que en las calles de Europa y de América enseñan a las gentes el culto de los grandes hambres, tienen escrito en su zócalo el nombre de un liberal. Cualquiera que sea el porvenir político de España, no cabe duda de que en esta fase de su historia fue el reaccionario y no el liberal, acostumbrado a vencer, el que acertó.

Pero aun estas previsiones pesimistas se fundaban en la intervención de fuerzas ocultas, como el judaísmo y la francmasonería, más que en la acción comunista directa que parecía, hasta a los más suspicaces, teórica; o, por lo menos, muy remota.

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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937