jueves, 21 de enero de 2016

Siempre música



Alberto Salcedo Ramos

Mi compadre Libardo Barros es tan melómano como yo. Cuando nos juntamos podemos oír música durante horas sin tomarnos ni una gota de licor.

¡Salud, compadre! –le digo, mientras choco mi pocillo de café negro con el suyo.

¡Salud!

En estas materias ambos somos politeístas: amamos a muchos dioses de diversos géneros musicales. Pasamos sin tropiezos de un baladista como Nicola Di Bari a una jazzista como Shirley Horn. No nos gusta cualquier músico, pero sí nos puede gustar una canción de cualquier género.

Le recuerdo al compadre que, según mi amigo Camilo Jiménez, no hay música buena ni mala, sino música que nos gusta o no nos gusta. Él asiente con la cabeza. En el rato que llevamos juntos hemos oído merecumbés de Pacho Galán, rancheras de Antonio Aguilar, calipsos de Walter Ferguson, guaguancós de Benny Moré, cumbiones de Joe Arroyo, blues de Nina Simone, baladas de Natalia Lafourcade. Ahora el compadre pone otro calipso que siempre nos ha gustado: Mister Walker, del maravilloso Mighty Sparrow.

La música, digo, nos conduce a un estado anímico muy parecido a la embriaguez. Por eso el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, tras terminar sus jornadas de escritura, solía quedarse en el estudio oyendo boleros. Así se regalaba una fiesta después del esfuerzo. Alfredo Bryce Echenique decía que Ribeyro era el único ser humano capaz de llevar una vida bohemia en solitario y al interior de su propia casa. Eso era posible por su condición de melómano.

La música nos extasía, compadre.

¡Salud otra vez!


Benny Moré

A continuación el compadre me cuenta la historia de Laurentino, su padre.

El viejo se encontraba en una fase avanzada del mal de Alzheimer. Cuando le daban papel y bolígrafo era incapaz de escribir, cuando le servían la comida se quedaba impasible. Desconocía a sus hijos, lucía siempre desorientado, se extraviaba dentro de la casa.

Un día su mujer sintonizó en la radio un programa de música cubana. En cuanto sonó la primera canción, Laurentino pareció atento. Su mujer lo tomó por la mano y lo condujo hacia el centro de la sala para invitarlo a bailar. Entonces él le siguió la corriente. No bailó con la soltura de sus mejores años, pero estuvo acompasado de principio a fin.

¿Por qué un hombre que ni siquiera sabía quién era, ni cuál era su nombre, recordaba cómo se baila?

La respuesta más certera te la hubiera dado mi papá antes de perder la memoria.

¿Qué hubiera dicho?

Que si un hombre se olvida de todo, menos de bailar, es porque bailar es lo esencial.

La música, agrega el compadre Libardo, nos permite conectar el conocimiento con la emoción. No oímos música, solamente, porque nos gusten las melodías: también la oímos porque nos ayuda a recordar. Y luego está la danza, señoras y señores, la danza. Por algo Nietzsche decía que solo creería en un dios que supiera bailar.

Se murió el viejo Laurentino, se murieron nuestras madres, se murió…

Pero Mighty Sparrow sigue vivo.

Y también Walter Ferguson, a sus tiernos noventa y seis años.

Y nosotros. Pero no hablemos más de la muerte. Por ahora lo esencial es la música.

¡Salud, compadre!

Walter Ferguson