Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Todos mis recuerdos de Año Nuevo tienen que ver con Viena, donde nunca he estado.
En mañanas como ésta comparto con mil millones de seres humanos el Concierto de Año Nuevo (“Das Neujahrskonzert der Wiener Philharmoniker”, en alemán, que suena como al “alka-seltzer” para la gran resaca) y los saltos de esquí por donde, si mal no recuerdo, el pueblo de Michael Ende, aquel contra-Fukuyama de la historia interminable, mezclados en la túrmix del Gargantúa con gorro de cotillón que llevamos en Nochevieja.
–¡A beber! ¡A beber! –fueron las grandes voces del gran Gargantúa al salir del vientre de su madre.
Salimos del año como del vientre, bebiendo, y entramos al año igual, bebiendo, pero… ¿qué pinta Viena en todo esto? ¿Por qué nos sentimos vinculados a ese “paisaje austríaco” de Thomas Bernhard?
En Austria, el país de sus padres, Bernhard, látigo de la socialdemocracia, ve un pueblo por naturaleza dormido, un pueblo de soñadores, diletantes de la vida, fáciles de engañar y explotar, por naturaleza “in”sensible e “in”diferente.
–Cuando se levanta el telón del Estado, vemos una comedia para marionetas. Las marionetas son el pueblo mentalmente deficiente e incorregible, y los que tiran de los hilos, el gobierno.
Son cosas que Berhanrd escribió para la antología “Austria feliz” de una editorial de literatura para niños en Salzburgo, pero el editor se las devolvió por temor a una querella.
Viena es también la capital del psicoanálisis, y en mañanas como ésta pienso en Nebreda, nuestro artista más verdadero (“insoportable para nuestros ojos”), toda la vida encerrado en un cuarto, pintando “con su sangre y excrementos” y fotografiándose con exquisito cuidado.
–En los antípodas de Nebreda estaría Hockney, siendo feliz y pintando, fotografiando, la felicidad. Y, sin embargo –dice Pepe Cerdá–, a mí me gustan ambos.
A Cerdá lo fascina comprobar que la mundanidad y la ascesis son caminos que, seguidos hasta el límite, llevan al mismo punto.