El Quijote de Posada
Jorge Bustos
Señoría, padre de todas las señorías. Obre la simpatía que le tengo y
que no oculto en compensación por lo ingrato de su labor. Pastorea
usted una grey díscola y verborreica, privilegiada e irreductible,
autocomplaciente y finalmente divertida y no tan haragana como dicen los
que no pisan semanalmente la sede-de-la-soberanía-nacional. Me cae
usted bien, no tanto por su celebrada campechanía soriana como por su
amor alemán al cronómetro.
Desde la tribuna de cronistas he venido admirando este curso parlamentario su inflexibilidad en el respeto a los tiempos de intervención, sin distingos de sigla ni cuando se trataba de dejar con la palabra en la boca al propio Rajoy, en pose tan violentamente antipartidista que los periodistas en esos instantes llegábamos a presagiar la apertura mecánica de una celdilla bajo el escaño por la que caería el jefe del Ejecutivo a una cripta acolchada, como en el concurso aquel de la tele. He de confesarle que, portando como porta usted carné pepero, alguna de esas veces en que silenciaba a don Mariano casi juzgué indecorosa su imparcialidad, habituados como estamos al gregarismo, a la docilidad, a la voz de su amo y al medroso chitón que acata todo diputado español en cuanto empieza a serlo, de tal modo que el órgano más preciado en un grupo parlamentario no es la cabeza, cifra del pensamiento individual, sino el culo, símbolo de la muda sumisión.
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Desde la tribuna de cronistas he venido admirando este curso parlamentario su inflexibilidad en el respeto a los tiempos de intervención, sin distingos de sigla ni cuando se trataba de dejar con la palabra en la boca al propio Rajoy, en pose tan violentamente antipartidista que los periodistas en esos instantes llegábamos a presagiar la apertura mecánica de una celdilla bajo el escaño por la que caería el jefe del Ejecutivo a una cripta acolchada, como en el concurso aquel de la tele. He de confesarle que, portando como porta usted carné pepero, alguna de esas veces en que silenciaba a don Mariano casi juzgué indecorosa su imparcialidad, habituados como estamos al gregarismo, a la docilidad, a la voz de su amo y al medroso chitón que acata todo diputado español en cuanto empieza a serlo, de tal modo que el órgano más preciado en un grupo parlamentario no es la cabeza, cifra del pensamiento individual, sino el culo, símbolo de la muda sumisión.
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