José Ramón Márquez
Ayer estuve en Las Ventas. Se reunía allí un buen grupo de matadores a los que entregaban un pisapapeles descomunal que figura la Puerta Grande de Madrid, pues se trataba de homenajear a toreros que habían salido a hombros, en alguna ocasión, por dicha puerta. Allí estaban las autoridades, los políticos que impulsan la bondad cultural de la fiesta. La Presidenta, su Chino de guardia, flanqueado por sus escuderos Abella y Canis, la Marquesa que no se entera y, haciendo bulto, un puñado de jubilados a los que se les ofrecía la oportunidad de aplaudir a cambio de unas rodajitas de chorizo y de lomo.
De entre los toreros que estaban por allí, y eran muchos, había unos pocos que me han emocionado y muchos de los que no recuerdo apenas nada, incluidas sus puertas grandes, porque yo en esto de los toros soy de todo o de nada.
A la salida del acto tuve el gran honor de poder estrechar la mano de Domingo Valderrama, esa mano que tan certeramente ha matado tantos toros, y de explicarle lo vívidamente que le recuerdo en Sevilla en tardes de Miuras y en Madrid aquella tarde de abril, su tarde de dos orejas, cuando dictó dos lecciones de toreo clásico con los Hernández Pla, y cómo añoro su toreo de verdad, el que se hace dando su distancia a los toros, adelantando la muleta, echando la pierna adelante en el momento del embroque, matando a los toros por arriba.
Cómo añoro ese toreo que no tiene nada que ver con relojes, ni con cipreses, ni con pedruscos, ni con duendes o pellizcos, sólo con el toreo.
Ayer estuve en Las Ventas. Se reunía allí un buen grupo de matadores a los que entregaban un pisapapeles descomunal que figura la Puerta Grande de Madrid, pues se trataba de homenajear a toreros que habían salido a hombros, en alguna ocasión, por dicha puerta. Allí estaban las autoridades, los políticos que impulsan la bondad cultural de la fiesta. La Presidenta, su Chino de guardia, flanqueado por sus escuderos Abella y Canis, la Marquesa que no se entera y, haciendo bulto, un puñado de jubilados a los que se les ofrecía la oportunidad de aplaudir a cambio de unas rodajitas de chorizo y de lomo.
De entre los toreros que estaban por allí, y eran muchos, había unos pocos que me han emocionado y muchos de los que no recuerdo apenas nada, incluidas sus puertas grandes, porque yo en esto de los toros soy de todo o de nada.
A la salida del acto tuve el gran honor de poder estrechar la mano de Domingo Valderrama, esa mano que tan certeramente ha matado tantos toros, y de explicarle lo vívidamente que le recuerdo en Sevilla en tardes de Miuras y en Madrid aquella tarde de abril, su tarde de dos orejas, cuando dictó dos lecciones de toreo clásico con los Hernández Pla, y cómo añoro su toreo de verdad, el que se hace dando su distancia a los toros, adelantando la muleta, echando la pierna adelante en el momento del embroque, matando a los toros por arriba.
Cómo añoro ese toreo que no tiene nada que ver con relojes, ni con cipreses, ni con pedruscos, ni con duendes o pellizcos, sólo con el toreo.