José García Domínguez
libertaddigital.com
Que Una memoria sin fronteras, ese airado manifiesto en reclamo de impunidad para Garzón, vaya encabezado nada menos que por Pasqual Maragall, célebre escudero y chico para todo de José María Porcioles, el sempiterno alcalde de Barcelona durante la dictadura, indica que nuestros neo-antifranquistas necesitan yacer con urgencia en el diván de un buen psicoanalista, a ser posible porteño. Mejor argentino porque, por el mismo precio, habría de ilustrarlos acerca del abismo ético que media entre las leyes de punto final de los milicos y la amnistía votada por las Cortes Españolas en 1977. Una amnistía, aquélla que defendió Marcelino Camacho desde la tribuna del Congreso, que consagraría la política de reconciliación nacional preconizada por los únicos que habían luchado contra el Régimen mientras Maragall servía solícito al Generalísimo: los comunistas.
En fin, en otro orden de contrariedades, emerge cierta disonancia digamos estética, la sombra de una impostura plástica, un desajuste obsceno entre forma y contenido, que añade patetismo a esos revival asamblearios, los festivales camp como el último de Berzosa en la Complutense, siempre repletos de tanto viejo progre ajado a la busca, ¡ay!, del tiempo perdido. Porque el discurso incendiario de esos pretendidos hijos de la ira, incorruptibles idealistas de salón, rebeldes con causa clamando puño en alto en pos de la justicia poética retrospectiva, no se compadece con el orfeón de lustrosas barrigas que escoltaron a Toxo y Méndez en el escenario. Y es que, en puridad, más que de genuina legitimidad antifascista, la socialdemocracia imperante adolece de un problema de sobrepeso.
Están todos demasiado gordos, empezando por el propio Garzón. De ahí, quizá, que no cuele la charlotada insurreccional a cuenta del Juez Campeador. Esos gallardos milicianos se han pasado treinta y cinco años cenando lubinamismo en Zalacaín y en Jockey, por completo ajenos a que en su día se les olvidó derrocar al gallego, y eso se paga... en colesterol y también en credibilidad. Así, nuestros neo-antifranquistas de salón llevan más de un cuarto de siglo administrando una superioridad moral tan impostada, tan falsa, tan ful como la ingeniosa memoria sin fronteras –ni vergüenza torera– que acaba de fabricarse Maragall. Para que ahora nos vengan con el cuento del tío Paco y las rebajas.
José García Domínguez es uno de los autores del blog Heterodoxias.net
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Que Una memoria sin fronteras, ese airado manifiesto en reclamo de impunidad para Garzón, vaya encabezado nada menos que por Pasqual Maragall, célebre escudero y chico para todo de José María Porcioles, el sempiterno alcalde de Barcelona durante la dictadura, indica que nuestros neo-antifranquistas necesitan yacer con urgencia en el diván de un buen psicoanalista, a ser posible porteño. Mejor argentino porque, por el mismo precio, habría de ilustrarlos acerca del abismo ético que media entre las leyes de punto final de los milicos y la amnistía votada por las Cortes Españolas en 1977. Una amnistía, aquélla que defendió Marcelino Camacho desde la tribuna del Congreso, que consagraría la política de reconciliación nacional preconizada por los únicos que habían luchado contra el Régimen mientras Maragall servía solícito al Generalísimo: los comunistas.
En fin, en otro orden de contrariedades, emerge cierta disonancia digamos estética, la sombra de una impostura plástica, un desajuste obsceno entre forma y contenido, que añade patetismo a esos revival asamblearios, los festivales camp como el último de Berzosa en la Complutense, siempre repletos de tanto viejo progre ajado a la busca, ¡ay!, del tiempo perdido. Porque el discurso incendiario de esos pretendidos hijos de la ira, incorruptibles idealistas de salón, rebeldes con causa clamando puño en alto en pos de la justicia poética retrospectiva, no se compadece con el orfeón de lustrosas barrigas que escoltaron a Toxo y Méndez en el escenario. Y es que, en puridad, más que de genuina legitimidad antifascista, la socialdemocracia imperante adolece de un problema de sobrepeso.
Están todos demasiado gordos, empezando por el propio Garzón. De ahí, quizá, que no cuele la charlotada insurreccional a cuenta del Juez Campeador. Esos gallardos milicianos se han pasado treinta y cinco años cenando lubinamismo en Zalacaín y en Jockey, por completo ajenos a que en su día se les olvidó derrocar al gallego, y eso se paga... en colesterol y también en credibilidad. Así, nuestros neo-antifranquistas de salón llevan más de un cuarto de siglo administrando una superioridad moral tan impostada, tan falsa, tan ful como la ingeniosa memoria sin fronteras –ni vergüenza torera– que acaba de fabricarse Maragall. Para que ahora nos vengan con el cuento del tío Paco y las rebajas.
José García Domínguez es uno de los autores del blog Heterodoxias.net