LOS TOROS
Edgar Neville
La Codorniz, 17 de Agosto de 1947
Lo bueno que tiene esto de los toros cuando hay una auténtica figura del toreo en activo, es que basta su aparición en el ruedo para confundir a sus enemigos y hacer delirar de entusiasmo a sus partidarios.
Hay gente que no soporta a una primera figura del toreo; son los mismos en espíritu que les molesta el hombre excepcional en cualquier actividad: el tenor sublime, cuando había tenores sublimes; el escritor o el pintor indiscutible, el actor o la actriz genial. Hay muchos de estos amargados y renegados sujetos que en vez de gozar con la gloria ajena, ésta les produce mal humor y encono. Son esos bellacos que llevan un pito a la plaza y lo emplean desde la salida de las cuadrillas, son todos esos seres que no soportan el esplendor del prójimo aunque este esplendor se haya ganado en buena lid jugándose, además, la vida.
Estos sujetos se hacen más patentes en los toros, porque los tendidos son propicios a toda grosería y a toda cobardía; el que insulta al torero escudado en el anonimato de la masa, es el peor bellaco de todos los conocidos y es bueno que el público sano vaya reaccionando y vaya haciéndole tragar el pito de un puñetazo o la palabra soez a golpes.
Mucho se ha discutido a Manolete, casi tanto como se discutió a Belmonte; la generación de nuestros padres se asombraron cuando Belmonte involucró las leyes del toreo, cuando Belmonte daba tal pase o tal otro de una manera distinta a lo que lo habían dado sus antecesores. “El pase natural no es así” –decían de pronto-, sin darse cuenta de que como era el pase natural era únicamente así, sin darse cuenta de que todo lo que había ocurrido en los ruedos antes de Belmonte no había sido más que mantazos y estocadas, éstas, buenas; aquellos, primarios…mantazos.
Lo propio sucede con Manolete, y eso que desde Belmonte a él se ha toreado bien, se han ejecutado todas las suertes del toreo dentro de una serenidad clásica lograda por la revelación belmontina y por el eslabón intercalado de Domingo Ortega.
Desde que apareció Manolete, y sobre todo desde que se convirtió en figura gigantesca e indiscutible, es cuando todos esos recalcitrantes gruñones han querido disminuir su mérito y han dicho también que el natural no era sí, sino de la otra manera, y Manolete cunado ha querido lo ha hecho de la otra manera mejor que todo el mundo, y han dicho que no daba pases de pecho y Manolete ha dado los pases de pecho mejor que todos, y que no hacía faenas de orejas a los toros grandes y se las ha hecho a los toros grandes del momento, y han dicho que si no hacía esto y no hacía lo otro, y Manolete lo ha ido haciendo todo, mejorando los moldes, estilizando las suertes, dándoles un sabor que nunca han tenido.
Por eso cuando llegó la otra tarde a la Plaza de Madrid y armó el terremoto que merecía su arte, su dignidad y su clase, todos los espectadores nos encendimos de entusiasmo y salimos en ebullición de la corrida, y al día siguiente cogimos los periódicos y nos morimos de risa al ver cómo algunos críticos hacían filigranas para no decir la verdad de ese triunfo, cómo buscaban esas majaderías con que encubren los críticos para pasar lo más por alto posible la actuación de Manolete.
Realmente los críticos taurinos, salvo pocas excepciones, han llegado a un grado de cursilería verdaderamente fabuloso. De esto tuvo un poco la culpa don Gregorio Corrochano; pero éste, por lo menos, tenía muchísimo talento y no solía ocultar el mérito, sino ensalzarlo.
Ahora es más cómodo buscar un título que no tiene nada que ver con los toros ni con la corrida y comenzar a darle vueltas a lo que ha hecho el matador; cuando éste está empezando su carrera y está en mucho contacto con los críticos, lo llenan de elogio y se pierden menos en florestas retóricas; pero cuando el matador está cerca de su retirada y cuando le interesa menos mantener ese “fuego sagrado” del elogio, es cuando ya todo es floresta en los críticos y solamente bajan a la realidad de las faenas a señalar algún defecto que otro. Naturalmente, no todos los críticos son iguales, y hay algunos de limpia intención y clara pluma, y por ello son más admirables.
Para los aficionados al toreo fue la corrida de la Beneficencia un gran día; se vio a Manolete y se vio a Pepín, que hay que verle también; pero a la salida el que más y el que menos pensaba en no volver a los toros o, por lo menos, en volver con menos asiduidad, y cuando alguno nos preguntaba: “¿Es usted aficionado?”, le contestábamos: Pues mire, no; ni uno se siente taurino, ni un decidido aficionado; los toros suelen ser un espectáculo aburrido y monótono, incómodo y caro, con excepción, y ésta es cuando torea Manolete, porque entonces el espectáculo es maravillosos, el precio se puede considerar como regalado, y la fiesta, sublime, o sea que uno es aficionado a ver torear a Manolete, como lo era a ver torear a Belmonte, y menos aficionado a ver torear a los demás, aunque algunos son muy buenos, muy valientes, muy pundonorosos y muy artistas, y otros tienen esa gracia zaragatera de la escuela sevillana, que para los que les guste ir a los toros de zaragateo me parece muy bien, pero que no acaban de calar hasta lo hondo a aquellos partidarios de un arte más hondo y más profundo como el que tuvieron y tienen las dos únicas y eternas figuras de todas las épocas del toreo.