miércoles, 30 de diciembre de 2009

FOXÁ, MALAPARTE Y LA "ENVIDIA MIMÉTICA"




Aquilino Duque
vinamarina.blogspot.com

El lunes 14 en la Biblioteca Pública de Gijón, bajo los auspicios del Ateneo Jovellanos, y al alimón con mi viejo amigo Alonso Álvarez de Toledo y Merry del Val, Embajador de España, y el martes 15 en Madrid en el Instituto de Estudios Europeos del CEU en unión del autor, asimismo Embajador, intervine en la presentación del libro Agustín de Foxá. Una aproximación a su vida y su obra. Reproduzco a continuación lo leído en ambas ocasiones.

Foxá, Malaparte y la “envidia mimética”

Todo el que habla de Foxá, lo haya o no conocido, se cree en la obligación de contar sus anécdotas u ocurrencias, unas auténticas y otras apócrifas, de suerte que su personalidad humana y literaria viene a reducirse a un centón de chascarrillos. En su célebre, inverosímil y amena obra Kaputt, Curzio Malaparte transcribe largas conversaciones con Foxá en francés cuando ambos están de observadores y corresponsales en el frente finlandés, y en un momento fugaz, que al lector puede pillar distraído, el italiano hace un aparte y dice de Agustín: Troppo spiritoso per essere veramente intelligente. En alguno de sus grandes artículos, menciona Agustín de paso a Malaparte y anuncia que le debe una réplica por su Kaputt. Que yo sepa, esa réplica no llegó a darse, puede que por la confesada pereza del conde, así que es difícil saber en qué discrepaba Agustín de la semblanza que el otro trazara de él. De todos modos, Malaparte aporta su granito de arena a la fama de ingenioso de Foxá, a la vez que insinúa que el ingenio guarde proporción inversa con la inteligencia. De Foxá se dijo en su día que era un lujo de la diplomacia, pero no faltó quien creyera que se trataba de un lujo demasiado gravoso. Entre los embajadores a cuyas órdenes sirvió hubo división de opiniones; por dar nombres, hay dos muy significativos, los de José María de Areilza y Javier Conde. Hoy, en esta “hora de los enanos” de la memoria senil, resulta que la totalidad de los españoles somos antifranquistas de toda la vida con efecto retroactivo, incluso aquéllos que con “lealtad inquebrantable” sirvieron al Régimen desde puestos de la máxima responsabilidad, y con esa misma desenvoltura incluimos en la nómina a los que, como es el caso de Agustín de Foxá, dejaron este valle de lágrimas cuando el susodicho Régimen gozaba de una salud inmejorable. A más de uno le gustaría reducir al conde al papel de bufón o, dicho sea en italiano, que resulta más fino, mosca cocchiera de la España en la que le tocó vivir.

El mérito del libro que ahora presentamos trasciende esa, digamos, visión caricaturesca de Foxá, entre otras cosas porque su autor lo confeccionó en unas fechas tan poco sospechosas como la segunda mitad del decenio de 1960, fechas en que nadie tenía aún necesidad de retocar la historia reciente. El entonces joven alumno de la Escuela Diplomática don Luis Sagrera tuvo a su disposición materiales de primera mano y no se vio obligado a fantasear sobre el personaje a partir de conjeturas gratuitas y chismes de dudosa procedencia. Sagrera tenía a su disposición los testimonios de la madre y los hermanos de Agustín, los expedientes del Ministerio y los artículos y entrevistas con que sus contemporáneos iluminaron su figura desde todos los ángulos. La entrevista, por ejemplo, que le hizo a Foxá Marino Gómez Santos, y que se encuadra en las grandes entrevistas que hizo este periodista en el diario Pueblo a los personajes más destacados de la vida literaria madrileña, debió de ser para el joven Sagrera una fuente caudalosa de datos y de observaciones pues, como él mismo dice, tal vez fuera Marino “una de las personas que más acertadamente ha captado la personalidad de Foxá”. A mí este libro me hace pensar en otro de corte parecido que es Infancias y muerte de Federico García Lorca, de Marcelle Auclair, puesto en español por Aitana Alberti, en el sentido de que la etopeya del poeta se completa con un estudio atento de su obra literaria. Sagrera se ocupa de todas y cada una de las obras de Agustín de Foxá en los diversos géneros que cultivó y llega incluso a hacernos un resumen de los más destacados de sus magistrales artículos de prensa. Del mismo modo y con la misma delicadeza con que la Auclair alude a los “dramones” que el pobre Federico llevaba por dentro, Sagrera alude a las desdichas de la vida privada de Agustín, que pueden explicar un hilo de amargura en su visión irónica de las cosas.

Todas las personas que yo he llegado a conocer que tuvieron amistad con uno u otro de estos escritores, o con los dos, me han transmitido de ambos una imagen risueña y bienhumorada. Bien a la vista está que a la hora de la verdad, fuera la de la creación o la del amor y la muerte, cada cual llevó su cruz por su calle de la Amargura, y eso se ve en la respectiva obra dramática. Sin embargo, el tono general de su vida pública o social y de su literatura escrita u oral, nunca deja de ser simpático y alegre. Su lectura no deprime, sino que anima y exalta. Hay escritores que ganan con la ausencia y la distancia. No es éste el caso de estos dos, en cuya compañía se debió de estar tan a gusto como se está entre sus libros. Y es que mi impresión es que, puestos a ver el lado cómico de las cosas y las personas, lo primero que veían y de lo que se reían era de sí mismos, hasta el punto de que no sé en qué medida se tomaban en serio como escritores, a diferencia de otros que se toman tan en serio su profesión que contraen la seriedad del burro. El peligro de escritores que tengan esta actitud ante el hecho literario es que cobren fama de frívolos e irresponsables, que no otra cosa cabría pensar del Foxá de las ingeniosidades de cock-tail o sobremesa.

En este otoño del cincuentenario de la muerte de Foxá, un par de periodistas han exhumado en ABC un episodio de la vida del conde en el que la frivolidad y la irresponsabilidad brillan por su ausencia. El episodio sucedió en Finlandia y fue Malaparte el primero en divulgarlo, y se refiere a los esfuerzos del Foxá falangista por evitar el fusilamiento de unos comunistas españoles enrolados en el Ejército soviético que habían caído prisioneros de los finlandeses. De ese episodio estaba yo al corriente por el presente libro, en el que está relatado con todo pormenor. Cuando alguien me comentó el artículo Foxá y los 18 comunistas, yo pensé que a su autor, Ignacio Ruiz Quintano, le había faltado tiempo para reseñar el libro de don Luis Sagrera, si no era que había logrado hacerse subrepticiamente con las pruebas de imprenta. Quien levantó la liebre fue el también periodista Alfredo Valenzuela desde Sevilla, que poseía un ejemplar del Diario de un extranjero en París, donde Malaparte refiere el lance. Malaparte, que también presumía de spiritoso, de ingenioso, sentía por Foxá una especie de admiración doblada de envidia. Ya vimos la frasecita que deja caer en Kaputt para dar a entender que, si no en ingenio, él le gana al conde en inteligencia. La “envidia mimética” entre Curzio y Agustín la explicaría hoy muy bien René Girard, pero nada la plasma como la conocida réplica que le dio Agustín a su amigo cuando éste, desde su egolatría condescendiente, le confesó: “Si yo no fuera Malaparte, me gustaría ser Foxá”. Y Agustín replicó: “Y si yo no fuera Foxá, me gustaría ser Bonaparte.”

Por mucho que yo haya tratado de evitar ese lugar común que son las anécdotas de Foxá, no he podido impedir que ésta se me escapara. Y es que el buen humor de Foxá se impone hasta en los momentos más trágicos y, quiera que no, es tan lapidario que casi siempre tiene la última palabra. Claro está que un personaje que tiene tan alta opinión de sí mismo como Malaparte y que ha pasado y repasado la escala cromática del espectro ideológico, suele ser harto vulnerable ante quienes lo superan en ingenio. Otra vez fue su adversario nada menos que Louis-Ferdinand Céline el que, parodiando el conocido verso de Victor Hugo en Les châtiments que dice Déjà Napoléon perçait sous Bonaparte, le asestó el siguiente botonazo: Déjà Caméléon perçait sous Malaparte…

Es de suponer que, en este caso, la última palabra de Kurt Suckert sería Touché! al tiempo que saludaba con el florete y se quitaba la máscara que en ese momento llevara puesta.