BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
VEINTICUATRO
Madrid, Cuenca, San Sebastián III
Ahora que Bonifacio vive en Madrid se le han quitado las ganas de cine, porque prefiere el barrio y su estudio de la calle de la Cabeza, que tiene aspecto de guarnicionería, a meterse en una sala de ésas que huelen a chotuno y donde no hay más que piporros que se guarecen para quilar. Eso es lo que dice, medio en calorro, Bonifacio.
Regoyos, por no salir de casa, decía que andaba por la calle un vasco que lo perseguía para dejarse retratar, que es la disculpa que podría dar Bonifacio, si dijera que por ahí anda un gitano que lo persigue para llevarlo a cantar, y la gente lo creería, porque con Bonifacio pasa lo mismo que con Xul Solar, un hombre de cortesía, al decir de sus contemporáneos, que imponía, a su vez, mucho respeto, siendo aceptado hasta por los malevos.
De Bonifacio, como de Xul Solar, unos dicen que es un visionario, o que un poeta, los demás. Quizá porque a ellos lo que menos les interesa sea vender. Igual que Xul Solar, Bonifacio se muestra galante con las putas y realista con la pintura, pues lo que pintan es lo que ve en sus visiones.
Y Bonifacio pinta en un estudio que fue una antigua escuela en la antigua casa de un marqués. Debajo hay una escuela de yoga, y enfrente, un patio de modistillas que madrugan para badajear y que badajean para coser, que es gran molestia para un pintor.
En el estudio hay máscaras mejicanas, incluida la de Santo, expuesta con la secreta esperanza de que aparezca otra Gardenia Davis perfumándose en público –los faquires y las modistillas– y repartiendo flores con el nombre de Bonifacio. Para Bonifacio esas máscaras constituyen trofeos eróticos, aunque los mamarrachos cargan el aire de fantasmagorías, y las visitas se figuran, antes que las flores de Gardenia Davis, los murales de Rivera y a Rivera mismo.
Libre de amantes, Bonifacio se despierta al mediodía: lee el periódico, saluda al vecindario, y a la hora de la siesta, o la que lo parece, se recoge para pintar.
Cuando Bonifacio pinta, pinta la tarde entera, hasta esa hora del duende en que ya no sabe si lo llaman de la galería para discutir el color de la moqueta que mejor va con los cuadros, o si lo llaman de un tablao para que baje a la cueva, “que va a haber lío”, de madrugada.
A esas horas, Bonifacio acude al reclamo de Casa Patas como Alberti al del Museo del Prado:
Aquí, como los toros, tal vez a morir viene
A la bella querencia de los cuadros antiguos…
Rodolfo Guzmán Huerta, el Santo