BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
VEINTE
Lo que piensan las mujeres III
Bonifacio conserva en cinco cuadernos los diarios de sus cinco viajes a Méjico, que nunca lo entusiasmó: demasiado joven para soportar la quietud del lago y demasiado viejo para soportar la turbulencia del volcán. A él, que representa la región más densa de la luz, le dijeron que había llegado a la región más transparente del aire, como Rubén y como Breton, como Valle y como Buñuel.
Bonifacio llegó a Méjico un 17 de diciembre, y fue a parar a Santa Clara del Cobre, donde conoció a un escultor gringo que estaba casado con otra escultora, Ana Pellicer, cuya hermana había sido novia de Marlon Brando, aunque el clin-clan-clon, como de martinetes, que golpea al pueblo no lo dejó enterarse de la conversación. En Méjico probó el pulque y lo amenazaron con un revólver, que él creyó que en eso consistía la venganza de Moctezuma. En las ruinas de Palenque ayudó a un mapache a escapar de sus captores, que pretendían venderlo a unos turistas, y ni siquiera abrió la boca para admirar, como es preceptivo, los murales de Diego Rivera.
“Si no me gustan los techos de la Sixtina ¿cómo me van a gustar los murales de Rivera?”
Bonifacio juzga absurdas las posiciones en actitudes natatorias de esas dos figuras que surgen en los techos y en las paredes escapando a la proporción humana.
Luego, en Méjico, no toreó de milagro: se perdieron en un campo camino de las dehesas, y regresó a España con el único pesar de no haber salido a pescar un pez espada.
A veces, Bonifacio desoye los llamados de su amante por temor a terminar como el personaje de ese cuento de Bioy, el pintor Willie Randazzo, un sesentón enamorado de Flora, la sobrina favorita de un doctor que ha descubierto en los salmones una glándula que los rejuvenece cuando están a punto de emprender su viaje por el mar: engatusado por Flora, el pintor se deja implantar la glándula de la juventud arrancada del salmón, pero sus pulmones se transforman en branquias y el pintor, hecho un pescado, se ve obligado a sumergirse en el lago para respirar, donde, sin sufrir físicamente, no consigue resignarse a no poder pintar.
Al fin, Bonifacio ha descubierto que nunca está menos ocioso que cuando está ocioso, ni más acompañado que cuando está solo, y que para esto tampoco hay que ser Escipión el Africano, aunque su voluntaria sumersión en las azules aguas de la soledad no lo quita de ser un hombre lleno de apetitos, como los demás.
A diferencia de los demás, sin embargo, el solitario, cuando quiere satisfacer sus apetitos, no tiene nada más que subir a la superficie y dejarse pescar por esas mujeres que al caer la tarde se echan a la calle con el curricán. La mujer, al curricanear, navega en dirección al sol, y así lo hace en condiciones de observar al pez persiguiendo el cebo hasta morder el anzuelo.
Si la mujer es vieja –“salmonada de cabellos y colchada de barriga”, según la premática que han de guardar las hermanitas de pecar hechas por el fiel de las putas– dará tirones fuertes para que se le clave bien el anzuelo y no logre escapar.
Si la mujer es joven –“a puta potrilla por domar y gazapitona”, se dice en la misma premática, “no se le dé nada, atento a lo que el hombre trabaja en enseñarla a dar gusto”–, aflojará el carrete para que el pez dé saltos y no repare en seda.
La soledad, dice Bonifacio, no excluye la sexualidad, cuyos hechos escapan a la ética, de modo que se puede ser innecesariamente sexual como cualquier solitario que prefiera observarlos en un perro para no perder fuerzas ya, y se puede ser innecesariamente sexual como Bonifacio, un solitario que prefiere abarcarlos por sí mismo, desdeñando la severa advertencia de don Juan de Horozco y Covarrubias:
El árbol que consiente compañía
De la yedra lasciva y halaguera,
Gastando su virtud de noche y día
Entre sus braços es forçoso muera.
Ana Pellicer, viuda de James Metcalf