Agustín de Foxá
Abc
Madrid, 1 de Septiembre de 1945
No hemos acertado; hace año y medio -en febrero del 44-, en estas mismas columnas, y en un artículo titulado El siglo XXI, nos atrevimos a vaticinar que el año 2000 sería el de la desintegración de la materia.
La vida se nos ha adelantado en cincuenta y cinco años.
Porque este mes de agosto de 1945 marca el comienzo de una etapa definitiva en la historia de la Tierra. Tanto es así, que en el aspecto físico sólo pueden aproximarse a su importancia, en el pasado, la conquista del fuego, el descubrimiento de América y la revelación de los microbios, y en el futuro, el viaje a otros astros.
El presidente Truman, jefe de la nación más poderosa del mundo, con sus gafas burguesas y su flexible democrático, ha pronunciado palabras dignas del Génesis... El premier Attlee, en nombre del Imperio británico, dueño de los mares, ha hablado de la bomba atómica; Rusia, con sus doscientos millones de habitantes, se ha decidido ante su potencia a declarar la guerra a Tokio; el Vaticano la censura, si se emplea sólo en la destrucción; se van a modificar por ella las conclusiones de la Conferencia de San Francisco; el arzobuispo de Canterbury centró sobre este explosivo su sermón ante los Reyes de Inglaterra, en la Catedral anglicana de San Pablo; y un dios oriental, hijo del Sol, siente vacilar sobre sus sienes amarillas su milenaria corona, contemporánea de Tutankamen.
Y es sencillamente que se ha llegado a los cimientos del Universo; a la estructura última de las cosas; que se ha tocado el barro cósmico de Adán; la arcilla, aún fresca, con las huellas dactilares de la Mano Creadora.
El hombre, como un dios de lo infinitamente pequeño, ha intervenido en ese sistema solar, que es un átomo (donde los electrones-planetas giran alrededor del protón a distancias proporcionalmente mayores que las de Plutón en torno al Sol), y una vez en lo ultramicrocóspico, ha estrellado la Luna contra la Tierra; ha hecho chocar a Marte con el océano Pacífico; modificado la órbita de Neptuno; ha precipitado al anillado de Saturno en la hoguera del Sol y embutido la ardiente Venus en la helada corteza de Urano, aprovechando esa fuerza inconcebible y planetaria, para quemar -como a un abanico o a un biombo- una extraña y populosa ciudad japonesa.
¿Recordáis el parte militar, cósmico, catastrófico, como si fuera de la Edad de los glaciares, y que parece anterior al Hombre y a la Historia? Decía: "La vida ha dejado de existir en Hiroshima." Y a continuación se hablaba de la desaparición de hombres, animales, plantas e insectos. ¡Y qué japonesa resultaba esa minuciosa alusión a la mariposa! Sin duda ese día murió el gran pez de ojos miopes y abultados y se carbonizaron los frescos almendros sonrosados en las edades del volcán.
Porque esa bomba fabulosa no ha sido descrita esta vez por los corresponsales de guerra, sino por sismógrafos, como si se tratara de un terremoto. Y es que todo en ella es astronómico y geológico. El humo de la explosión (como una seta del Carbonífero y los reptiles gigantes) se elevó a una altura superior a una vez y media del monte Everest; y la huella del impacto recuerda a los cráteres de la Luna, el silencioso astro, cuyo paisaje agujereado acaso sea, simplemente, el campo de batalla de su última guerra atómica que acabó con la vida y evaporó su atmósfera.
Las víctimas de Hiroshima (sin cadáver, sin esqueleto, sin cenizas) son sin duda los muertos más muertos de la tierra; y la ciudad es ahora el cono de un volcán habitado por no-nacidos.
El 16 de julio pasado, en el desierto colorado de Nuevo Méjico, sobre una torre de acero, y con una luz más brillante y cegadoras que la del Sol, se vio libre por primera vez a la energía; se la descongeló de esa mansa materia, de esos macizos fantasmas que son una mesa, un mineral o un árbol; el 16 de julio de 1945 se libertó a un dios terrible, se rompieron las cadenas de una fuerza irresistible con que la Providencia la había sabiamente sujetado para hacer posible el Universo.
Porque con el átomo -argamasa celeste o cal viva para ángeles albañiles- se ha edificado todo cuanto es: la nebulosa y la tinta con que escribo; el geranio y la ballena; la herrumbre del hierro y la boca fresca de la muchacha.
Toda la América del Norte será el santuario de este nuevo ídolo; la poética ciudad de Oakridge (Loma de las Encinas), nacida para su fabricación, será su Meca terrible o su implacable Jerusalén; se pondrán centinelas y se montarán velas nocturnas en torno a su altar; habrá iniciados y fórmulas mágicas impenetrables; tendrá sus mártires y sus perseguidores, y todas las naciones, grandes o chicas, suspirarán por su posesión.
Ya es la bomba superior a su creador, y el presidente Truman ha dicho, prudentemente, que no revelará su secreto "hasta que podamos protegernos y proteger al resto del mundo contra ella; hasta que tengamos los medios para dominarla".
Se ha llegado a los linderos prohibidos, donde la Física roza ya la Teología, y estamos ya en aquel monte en el cual Moisés fue tapado piadosamente por una mano para que sólo viera la espalda de Aquél que pasaba y cuyo rostro resplandeciente produce la muerte instantánea a quienes la contemplan.
Pensad que la desintegración de la materia sólo está en sus comienzos, en sus balbuceos, que se progresará a una velocidad de vértigo, y no olvidéis que el brigadier Thomas Farrell, elogiando la bomba de Nagasaki, afirmó desdeñosamente que la de Hiroshima (arrojada dos o tres días antes) estaba ya "muy anticuada", como si hablara de un mueble isabelino o de un fusil de chispa.
Y, sin embargo, no son estos los grandes descubrimientos del hombre, y por este camino vamos derechos a la destrucción de todo lo existente.
Porque uno de los grandes inventos fue decir (en medio de una Asia despótica y cegadora de esclavos; de una Europa todavía en la Edad de bronce): "Amaos los unos a los otros".
Porque hemos abandonado el mundo del espíritu; pero hubo un tiempo en que se realizaron grandes inventos; y San Francisco con su "Hermano lobo" fue un Edison para los paisajes y el amor de los seres vivientes; y Santo Tomás gue un Einstein de la Teología; y Santa Teresa, en las cimas relampagueantes de la mística, superó, en celebridad e influjo en las masas, a madame Curie.
Nos hemos entregado a la materia y la materia, disgregada, se nos escapa de las manos. Ya es asombroso que el sabio príncipe Luis de Broglie haya afirmado, para tranquilizarnos, que "es algo exagerado, por ahora, afirmar que la bomba atómica puede hacer volar el planeta".
Pero sí; la Tierra puede suicidarse; con sus Himalayas, océanos, continentes, con sus billones de toneladas de metales y rocas se ha hecho frágil, de cristal, y es ya tan quebradiza como un juego de té de porcelana.
Porque ya sabemos que estamos formados de vacíos siderales; que un hombre concentrado tiene el tamaño de una punta de alfiler; que la Tierra está tejida como un cestillo de gitanos, y que, tirando de un cabo, podemos deshacerla, como un chaleco de punto.
Ya los futuros partes de guerra serán escalofriantes: "En Filipinas fueron desintegradas dos islas, seguras, y tres, probables".
Hasta que un gran loco (y por ello, naturalmente, conductor de una gran masa de hombres), viéndose acorralado y tras una arenga llameante, haga saltar en trozos el planeta; lo cual, dada nuestra maldad, nuestros crímenes y codicias, sería el mejor final de una desdichada bola del mundo, enrojecida por la sangre.
Íbamos a terminar nuestro artículo con este amargo párrafo; pero está atardeciendo dulcemente entre los árboles del Retiro, cercano a la Casa de Fieras, y un sol anaranjado da en el tejado indostánico, con las puntas ligeramente levantadas, de la casa del elefante.
Se están durmiendo las acacias y se han encendido -blancos lunares- los faroles de gas; por la verja de hierro cruzan dos novios; y él ha pasado su brazo por la breve cintura de ella. Y pienso: como siempre, el amor, el gran integrador de átomos.
EL PERIÓDICO DEL SIGLO
LUCA DE TENA EDICIONES, 2003
Casa de Fieras del Retiro