La Fontaine
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Cegadas todas las fuentes de información de la guerra, para entender lo que pasa hemos de recurrir a un liberto de Augusto, Fedro, autor de la fábula de la rana temerosa del combate de dos toros por la vacada: el vencido, avisa Virgilio, se retira a lugares apartados, que es donde luego, humillado, cornea a algún buscador de setas perdido en el campo, que esto no se avisa en las “Geórgicas”.
De la fábula de Fedro se apropió La Fontaine (¿por qué La Fontaine era un hombre y George Sand una mujer?, es la pregunta de Jardiel que anticipa el debate “woke”), que la afrancesó en estos términos: dos toros luchan por la novilla blanca; una rana suspira: “¡Ay, de nosotras! ¡Adiós, vida gozosa! ¡Morir habemos sin remedio!” “¿Qué te pasa?”, pregunta otra rana. “¿No ves que la batalla traerá el destierro de uno de ellos, y vendrá a reinar a nuestro pantano, nos pisoteará hasta el fondo del limo y pagaremos las consecuencias de la pelea ocasionada por madama la novilla?”.
Los europeos somos las ranas, y por lo que entrevemos por las cañas de la charca (“España es una charca y yo soy la rana viajera”, pudo decir ya Julio Camba hace un siglo), los toros son América, de impecable lámina, enmorrillado y venido a menos, como los viejos pablorromeros, y la China, abanto y reservón, que va a más en la lidia, como los Núñez de ojo de perdiz. La novilla blanca no parece ser la democracia liberal de Fukuyama, sino Eurasia, el gran supermercado del Pacífico.
Durante medio siglo la charca de La Fontaine fue “la granja europea” de Jean Clair, una granja socialdemócrata, bien surtida, “donde vegetamos como si fuéramos a vivir miles de años”:
–Y ese sinsentido se refleja en el arte contemporáneo: no vale la pena de ir a las exposiciones.
Los Estados comunistas esperaban que con el tiempo el capitalismo se desmoronara, y a la inversa, los Estados capitalistas esperaban que el desmoronado fuera el comunismo. En la espera, todos se entretenían echando la partida nuclear (que se convierte en jaque mate por cierre del rey): el mundo concluyó que, ya que la guerra nuclear constituiría un desastre, ésta no ocurriría jamás.
La opinión fue tan dominante que Russell y Einstein, dos personajes con una capacidad intelectual por encima de la media, fueron reducidos a la condición de humoristas (una especie de Zori y Santos de la “intelectualidá”, que es como llegaron a mi generación) sólo porque se mostraron convencidos de que la posibilidad de guerra nuclear era mayor de lo que pensaba la gente, por la sencilla razón de que los principales estadistas de ambos bandos “creen devotamente que el suyo podría conseguir la victoria en el viejo sentido”, permitiéndoles establecer “la clase de mundo que a ellos les parece bueno”.
Los filósofos de Laputa (Gulliver), recuerda la sorna de Russell, redujeron a la obediencia las provincias rebeldes haciendo que la sombra de su isla los sumiese en una noche perpetua.
[Martes, 4 de Octubre]