Balmoral
Vicente Llorca
Mercaderes e industriales no deben ser admitidos en la ciudad
porque su género de vida es abyecto y contrario a la virtud.
Aristóteles
En el ocaso de la ciudad dos acontecimientos vienen a señalar el final de ésta, la antigua polis.
El primero es el cierre de Balmoral, el bar inglés de la calle Hermosilla. El segundo, la celebración, un pasado fin de semana, del Día de la Bicicleta.
Sobre el primero no hay mucho que decir. Balmoral era uno de los últimos lugares donde la urbanidad aún podía ejercer su función simbólica – y alcohólica, ciertamente.
Decorado con los trofeos de quién sabe qué montería remota, qué safari perdido en la memoria –acaso nunca tuvo lugar, acaso los trofeos los compró un parroquiano con ínfulas en la tienda del taxidermista de sueños–, los clientes podían, al entrar en el oscuro bar de madera y rebecos con polilla, participar de la ilusión de un pasado venatorio, cuyas hazañas se rememoraran más tarde en el garito de la calle Hermosilla.
La mayoría de ellos no había participado jamás en las épicas monterías de la sierra de San Pedro. Ninguno en la pesca del salmón en las Highlands escocesas. Ni siquiera en las minuciosas tardes del Tiro de Pichón de Somontes –muy venido a menos desde que el Rey abandonara la capital, rumbo a Cartagena y al exilio, es cierto. Pero es lo que tiene la antigua urbanidad y los ritos de la polis. Que cualquiera puede participar de su simbología, con apoyarse en la barra del bar y solicitar a Alfonso, el barman, un gimlet.
La ciudad está hecha de símbolos. Y de buenas maneras. Y Balmoral era el lugar de lo simbólico. Y de las formas.
Sólo así podría explicarse que personajes como Manolito S., cuyas últimas rentas habían desaparecido hacía varias décadas, pudiera seguir alternando, y bebiendo alegremente, a cuenta de unas fincas de la familia que ni los más remotos –y el bar estaba lleno de personajes bastante remotos– podían recordar.
Jorge Berlanga
Manolito, simpático y ocioso, se juntaba en la tertulia con Carlos, ganadero salmantino que de la finca sólo guardaba los blasones –porque aquélla se la había comido el banco hacía tiempo– y unos alfileres de corbata con el hierro de la extinta ganadería, a los que paseaba por los bulevares, y que eran el último lugar en la que ésta podía pastar. Y con Carlos R., excelente escritor, al que la familia había desheredado hacía años, porque se había casado con una plebeya. Y con su prima D., que siempre sonreía y nadie le preguntó por qué, y se aseguraba que había tenido amores con Curro Girón, entre otros. Y con el Vizconde de X, que se había jugado los últimos inmuebles al giley –aunque él aseguraba que el proceso que se los devolvería estaba siempre en marcha. Al fondo, en unos divanes, Jorge Berlanga alternaba con los García Alix y otros moteros de rumbo, Jaime Urrutia tenía aspecto de Gabinete Caligari y Luis Alberto de Cuenca representaba de poeta formal –que es lo que era.
Los modernos de la época vestían de cuero. No se sabe por qué había que vestir de cuero para acudir a Balmoral. Quizá fueran los blasones, oscuros y modernos, de los de las motos, a juego con los gemelos del vizconde, que reposaban sobre la barra. (Siempre había alguna rubia. Con Jorge siempre había alguna rubia. Sin heráldica, pero con calcetines a rayas).
Jorge Berlanga
Todos ellos tenían cuenta en el bar. La cuenta, quién lo duda, nunca era exacta y nunca era liquidada. Un bar inglés, de nombre dinástico, permite que, al igual que ninguno de sus contertulios hubiera entrado jamás en el castillo escocés, tampoco tuvieran en él entrada las matemáticas. El lugar se denominaba Balmoral y la cuenta se llamaba así y ninguno era lo que era. Sino su urbana ceremonia.
En la ciudad, el bar es el último reducto de lo simbólico, el escenario donde toda representación puede tener lugar. Y en donde el símbolo, marca de la sustitución, encuentra su función –entre los dioses del lugar: un Bloody Mary sangriento, y un martini que decían era el mejor de la ciudad. Esto último era falso, a todas luces. Pero, también la hipérbole es parte de la representación.
Sólo allí podían tener cabida las cosas inexistentes: las fincas que ya no poseían; las monterías que nunca habían tenido lugar; unos títulos remotos en litigio; la ganadería que se llevó la hipoteca años ha. Las motos que jamás habían recorrido la 66; el libro en ciernes que nunca se iba a editar; una revista que nunca vio la luz… O, apoteosis de la sustitución, el rubio de las rubias amigas de Jorge, exagerado a todas luces y que de rubio sólo tenía el tinte –excesivo, insisto.
El bar, finalmente, como tantos otros templos de la cultura madrileña, se cerró una mañana. Hubo quien dijo que el encargado se había permitido ciertas familiaridades con la propiedad; quien habló de unas palmadas en la espalda a destiempo… Pero esto último nunca se pudo comprobar. Los tiempos suprimían todo ritual –entre ellos el de las cuentas metafóricas. La calle Hermosilla se convirtió en un solar.
Frente al juego de la sustitución y al ritual de las cosas que ya no existen –pero que siguen presidiendo el bar – ese invento inmediato, mecánico, del pedaleo.
Un ciclista en Pontevedra
Los autómatas de poliester, ajenos a toda representación, invaden las calles. Es el suyo un esfuerzo simple, sin metáforas. Cuanto más pedalean, más avanzan. Y si dejan de pedalear, se paran. Su evidencia mecánica está reñida con el paseo, que han desterrado, por suicida, de las calles de Madrid. Era éste, por el contrario, otro rito de lo simbólico, y generosa demostración de urbanidad –y erudición incluso.
El ciclista de Pontevedra
El paseante por los bulevares –que también han desaparecido– nada sabe de lo mecánico. No mide sus pasos ni quiere llegar a ningún lugar. Pasea porque es superfluo y nada más lejano al cálculo que sus pasos inútiles. (José Moreno Villa relata en algún lugar que caminando con Emilio Prados desde la Residencia de Estudiantes hasta el domicilio que tenía éste en Madrid se enfrascaban de tal manera en la conversación que, sin darse cuenta, regresaban a la Residencia, y tenían que volver desde los Altos del Hipódromo de nuevo, hasta que alguno cedía. Sabia inutilidad).
Ajenos a todo lo que no sea la ley de la palanca directa, los velocipedistas inundan calzadas, aceras, y plazas, y hasta el antiguo carril del trolebús, reduciendo la épica urbana así a una prosaica página de sudores y de cadenas engrasadas.
Su único ejercicio simbólico –desterrados los últimos paseantes de los bares y las calles– parece ser precisamente el de la celebración de un Día de la Bicicleta, el cual fue anunciado profusamente por todo Recoletos, y hasta en la fachada del Banco de España, con carteles gimnásticos.
Celebrando el tal, una mañana aciaga, un grupo de ciclistas se encontraba descansando, arrumbados en las escaleras de la iglesia de San José, en la calle Alcalá –aneja a la antigua Granja del Henar, garito en el que Valle-Inclán proclamaba a diario su desaforado reto a la monarquía borbónica. Y a todo lo demás.
Tumbados en los escalones, los gimnastas almorzaban sus viandas, que extraían envueltas en papel de plata, y rodeados de pródigos ingenios mecánicos. Al fondo, el atrio, los carteles ya inútiles de la iglesia, en aviso baldío de tridúos y novenas varias. El simbolismo, todo ritual han quedado postergados por la gimnasia, la nueva ideología del esfuerzo animal. Tan simple. Tan lejos de la polis. Las mallas brillantes, los envoltorios satinados. Los cascos ultrasónicos y los contadores de pasos. El ejercicio inmediato y el almuerzo prosaico, también.
Eran los últimos días de la ciudad, como supimos después.
La calle de Serrano