Nombrar mal las cosas...
Jean Palette-Cazajus
El 15 de mayo de 2002, día de San Isidro, compartíamos, a pie de acera, un grupo de aficionados y el que suscribe, las cañas y comentarios taurinos de ritual tras salir de Las Ventas. Me acordé de repente que aquel mismo día era la final de la Liga de campeones que oponía, en Glasgow, el Real Madrid y el Bayer Lerverkusen. Mi afición por el futbol es muy moderada, casi más sociológica que deportiva, no obstante pensé que la importancia del partido merecía cierto interés, asombrándome en mi fuero interno por la total indiferencia manifestada por mis compañeros de tertulia. Hasta que caí en la cuenta de que todos los allí presentes eran forofos del “Al-leti”. De modo que me escabullí discretamente hacia el interior del bar para ver en la tele la genial volea de Zidane que dio su novena copa a los merengues.
Terminado el partido todo el mundo se había retirado y me encaminé solitariamente hacia el metro. En la estación de Goya irrumpió eufórico en mi vagón un numeroso grupo de adolescentes tan ruidosos como coloreado de rojigualdo. La enseña nacional se lucía de las dos maneras rituales es decir rodeando la juvenil cintura o colgando de los hombros. A partir de ese momento y hasta llegar a Sol, donde nos apeamos la muchachada y yo, me tocó vivir, boquiabierto, un cursillo de iniciación a una liturgia nacionalfutbolera para mí hasta entonces insospechada. Entre la variedad de los cánticos recuerdo particularmente tres, por orden de agresividad creciente. El primero decía:”Un bote, dos botes, polaco el que no bote”. El segundo: “Puta Barça, puta Cataluña”. El tercero:”No son españoles, son hijos de puta”.
Tanto monta
El bochorno y el sonrojo que me embargaron no se han borrado de mi memoria. Nunca entendí que tras la victoria del Real Madrid contra un equipo alemán, todos los cánticos sonasen antibarcelonistas o anticatalanes. Me dolían particularmente los oídos al oír la brutal y contradictoria estupidez del tercero. Aquellos muchachos experimentaban, me imagino que como sus padres, una legítima alarma frente a las tentaciones secesionistas. ¡Hete aquí gente que aparentemente quieren dejar de ser nuestros compatriotas! Y la manera de expresar aquella alarma consistía en alimentar, legitimar y refrendar de la peor manera los prejuicios e intenciones de aquella gente. Mi indignación era sincera pero un punto retórica. Evidentemente sabía y sé, como todo el mundo, que nada hay más próximo al amor que su equivalencia invertida, es decir el odio: “la maté porque era mía”. El odio es el amor cuando descubre que se ha transformado en desposesión. Porque el amor, al fin y al cabo, no es más que una modalidad dúctil y fluctuante de las relaciones de poder.
Monta tanto
Han pasado 15 años desde entonces y las cosas están como saben. No sentía la más mínima gana de saltar al ruedo ante lidia tan caótica. Pero me obligan a pegarle unos pases al marrajo cornalón. Lo hago a la fuerza y con jindama. Sé que saldré corneado en la femoral. Lo hago porque hace sólo unas semanas en medio de una muy distendida reunión social, uno de mis amigos más cercanos, levemente estimulado por la previa ingesta de excelentes caldos, me acusó públicamente de ser, “en el fondo”, favorable al separatismo catalán. La cosa es risible para cualquiera que conozca mi jacobinismo genético. Evidentemente lo que cuenta aquí es “en el fondo”. “En el fondo” significa que, a primera vista, nada hay en mis manifestaciones que pueda alimentar cualquier sospecha de contubernio con los Señores Puigdemunt, Rufián o Tardá. Pero “en el fondo” también significa eso, significa que en aquel sospechoso “fondo”, oscuro y reptiliano, algo debe tener mi forma de pensar que me convierte en “aliado objetivo”, como decían los estalinistas, de los tremoladores de “esteladas”. Barrunto que la fuente de la sospecha puede tener que ver con problemas de lenguaje. Sé que a mi entrañable amigo le irrita particularmente mi propensión a recurrir a la metáfora de las relaciones amorosas, a la versatilidad del amor y del odio, a la peligrosísima permeabilidad e intercambiabilidad entre los dos sentimientos y a su habitual consecuencia, los llamados crímenes, antes pasionales, hoy de género. Tal vez, duraderamente traumatizado por mi experiencia en el metro tras el evocado partido, suelo evitar sistemáticamente el uso de ciertas palabras cuando debo referirme a los protagonistas del psicodrama separatista. No hablo nunca de sediciosos, de traidores, de insurrectos, de terroristas y menos todavía insinuaría cualquier propensión a la venalidad sexual por parte de las madres catalanas.
Animalito democrático
Porque los pozos de la semántica son hondos, oscuros y pronto se vuelven mefíticos. “Nombrar mal las cosas -dijo Camus- es aumentar la desventura de este mundo”. Es sin duda muy ilusoria mi confianza en los conceptos bien elaborados y mejor expresados. Y más ingenua todavía la idea de que su luz cenital sea capaz de disipar las sombras de la caverna platónica. Pero aquerenciarse en las tablas de los calificativos abruptos, por comodidad y desahogo, evidencia primero la ausencia de bravura del pensamiento y, sobre todo, se convierte en una forma de lenguaje performativo que engendra aquello mismo que pretende evitar. A la manera de los terremotos, suscita réplicas simétricas de igual o mayor intensidad. La alegre muchachada que ciñe sus caderas o cubre sus hombros con “esteladas” demuestra últimamente ser tan faltona, odiosa y descerebrada como sus homólogos de aquel vagón de metro. Con un matiz de importancia en esta dialéctica entre inclusión y exclusión: la batalla del odio cuando se produce corrompe a los dos adversarios, pero sólo beneficia a uno de ellos. Porque aquí, detrás de la aparente simetría de los comportamientos, se oculta una fundamental asimetría funcional. A nadie se le debería escapar que la exigencia inclusiva que elige expresarse por la vía del odio exclusivo sólo puede conseguir un resultado inverso al que persigue. Peor que un crimen, es un error, habría dicho el siniestro Fouché. En cambio, en todo proceso de separación o escisión, el odio aparece ciertamente como la cuchilla más eficaz y autosuficiente para quienes quieren cortar lazos. Y en orden a la eficacia cohesionadora, como en la dinámica de fuerzas del yudo, mucho más beneficioso que el odio hacia el otro resulta aprovechar el odio del otro hacia uno mismo. Sea real, presunto, inventado o amorosamente cultivado.
Animalito facha
Desde la noche de los tiempos no cabe imaginar un grupo humano que no se haya construido sobre el odio y el crimen. La armonía interior que nos parece caracterizar buen número de microsociedades primitivas, en pocos casos suele resistir el rigor del análisis etnológico. Pero en todos los casos la comunidad se ha construido contra uno o varios enemigos mortales y próximos. Las palabras de Lévi-Strauss al respecto no por clásicas son menos evidentes. “Nosotros” siempre somos las personas, “ellos” siempre son los piojos. Gentilicios como Yanomamis, Inuit, Anishinabeg, Micmac, Comanches, Yaquis, Rom... -podríamos llenar páginas- todos vienen a significar más o menos lo mismo, los Hombres, las Personas, los Puros, los Verdaderos. Y no se trata de un sentimiento “primitivo”. Alimentaba hasta hace poco la conciencia de la mayoría de los ciudadanos de las grandes naciones europeas. Sigue alimentando la conciencia de algunos. Nuestras conciencias modernas se han edificado sobre el espesor de numerosas capas geológicas de sentimientos, identidades y valores superpuestos. Algunos son englobantes y patentes otros son englobados y latentes, no por ello menos activos.
La noción de sentimiento nacional, lo mismo que su contenido es extremadamente moderna. No se remonta más allá de la mitad del siglo XIX. La noción de carácter nacional le es algo anterior, en cuanto a una expresión como “identidad nacional” no la encontraremos en la literatura mucho antes de las segunda mitad del siglo XX. La construcción del “roman national”, como se dice en Francia, es reciente. La novela es efectivamente el tipo de forma literaria que caracteriza tanto los siglos XIX y XX como el desarrollo del concepto moderno de nación. Los mitos, las leyendas, la historia van a ser reinventados, reinterpretados, arreglados, desviados, forzados, silenciados, maquillados, customizados por todas las naciones europeas, las pequeñas y las grandes, las oprimidas y las opresoras, al servicio del “roman” nacional. Todo esto se sabe y con esto no hemos dicho nada. Porque esto es lo que hay. Ésta es la historia que hemos heredado. Julio Caro Baroja se reía de quienes consideraban a Trajano o Séneca como “españoles”. No entraremos a dilucidar si el Cid ya puede considerarse español y los almogávares padres espirituales de las traviesas partidas juveniles de la CUP. Lo que sí está claro es que el sentimiento de pertenencia comunitaria era radicalmente ajeno a nuestra actual forma de experimentarlo.
El Cid en Burgos
Con todo, las grandes naciones europeas tales como nos las han legado las incontables vicisitudes de la historia, han ido acopiando a lo largo de los siglos un ingente caudal de significaciones y han edificado con ellas una arquitectura simbólica insoslayable. Siempre fueron grotescas y a menudo trágicas las pretensiones teleológicas con que se pretendió en tiempos no tan lejanos dotar de esencia y destino el momento de las naciones. En cambio, creo que su actual inmanencia en la historia, el legado de su existir, el cauce de su discurrir histórico, sí permiten de alguna manera hablar de teleonomía. Es decir que su historia evolutiva se dirimió en numerosas encrucijadas aleatorias pero también mediante determinaciones internas y necesidades evolutivas que, si bien excluyen toda idea de balance respecto de la situación heredada, nos autorizan a pensar que cualquier otro resultado podía haber sido peor. Hoy tenemos al menos la posibilidad de un juicio comparativo con otras culturas y continentes. Una de las conclusiones plausibles es que el etnicismo fue definiendo la historia de todas las sociedades del fracaso, ya sea mediante la exclusión ya sea mediante la jerarquización. Antes de que finalice del todo la Historia deberíamos tomar conciencia de que sólo rozaron la grandeza aquellas naciones que intuyeron el carácter desastroso del etnonacionalismo y lograron descartarlo, con mayor o menor éxito, de su construcción política.
(En el próximo “episodio” tal vez convenga hablar un poco de historia comparada europea , particularmente la de España y Francia.)
Roger de Flor en Constantinopla