Jacques Chirac en Johannesburgo
Jean Juan Palette-Cazajus
«Notre maison brûle et nous regardons ailleurs. Nous ne pourrons pas dire que nous ne savions pas» / «Nuestra casa está ardiendo y nosotros miramos a otra parte. No podremos decir que no sabíamos nada». (Jacques Chirac, el 3 de septiembre de 2002, en la cuarta Cumbre de la Tierra, en Johannesburgo).
Creo que ha llegado la hora de concluir esta serie. Aunque sólo sea para evitar el rídiculo de que la referencia “canicular” termine coincidiendo con las primeras nevadas. Maldito el pronto que me precipitó a tan infausta empresa. No podrán culparse los vapores etílicos ya que, tal vez recuerde alguno, el brebaje desencadenante del disparate fue una inocente y rica horchata. Durante cuya degustación tuve tiempo para divagar sobre el radical contraste entre el estilo “Arroz y tartana” de las estampas huertanas, bucólicas y zarzueleras, que decoraban el lugar y el infierno circulatorio y climático que, aquel día, calcinaba la madrileña calle de Alcalá. Una vez malhadadamente numerado “capítulo 1” el episodio inicial, algo parecido a una apremiante vergüenza torera me obligó a arrostrar los siguientes. Confieso que jamás escribí nada con tanto malestar, con tanta sensación de desenfoque, de irresponsable amateurismo. A punto estuve de renunciar a esta conclusión. Me decidí a ofrecerla tras una rápida relectura de los episodios anteriores, finalmente no tan definitivamente catastróficos como temía. Me pareció que, esporádicamente, algunos párrafos, algunos conceptos, tenían cierta dignidad y denotaban una regular actividad neuronal.
Ecología. Visión un poco reductora
Lo poco que subsiste en mí de seriedad y rigor universitario tenía perfecta conciencia de que cualquier pretensión de un trabajo de conjunto sobre las problemáticas ecológicas, por modestas que fuesen sus ambiciones, tenía que recurrir a la artillería pesada de un austero conjunto de ciencias naturales, sociales y humanas que desbordan mis capacidades. En lugar de ello, este folletín quiso presumir de una ligereza que nunca tuvo, no pudo llegar a profundo y no siempre evitó la pesadez. Existen todavía, y algunas forman parte de mi primer círculo de amistades, personas que van más allá de la indiferencia o del escepticismo y niegan en algunos casos la realidad de las problemáticas ecológicas. Son incapaces de imaginar la militancia ecológica fuera de la imagen de una pandilla de andrajosos perroflautas devoradores de tofu y espinacas. En este orden de cosas los más “negacionistas” llegan incluso a rechazar los propios términos intelectuales del debate. Ciertamente, la misología (cap. 3), el odio o el desprecio al logos, a la actividad intelectual teórica ha existido de siempre. Por algo fue
Platón el inventor de la palabra. Su castiza versión española siempre me ha perturbado profundamente que consiste en la proclamada superioridad de la “gracia”, del chiste, de la ocurrencia sobre cualquier manifestación del raciocinio, siempre pesado, de la inteligencia discursiva, siempre tediosa. Me lo había avisado una fugaz novieta sevillana en tiempos pretéritos: “eres el tío más esaborío que he conocío”. La explicación de las ambigüedades de este folletín, su quiero y no puedo, hay que buscarlo pues en el diván del psicoanalista: el oscuro temor a que los ungidos por la gracia confirmen el diagnóstico de mi devaneo hispalense.
Sócrates y la ciuta. La muerte de un soseras
Es que no hay temática que se preste menos a la “gracia”, al ejercicio de estilo, que la de la amenaza climática, con sus ineluctables consecuencias económicas, migratorias, políticas y, sin duda, bélicas. El pensamiento ecológico actual vive dominado, obsesionado, por este leitmotiv. Pero cuando empecé a interesarme por la ecología (cap. 1), nadie hablaba de la amenaza del calentamiento climático. En un debate televisivo de 1979, el vulcanólogo francés
Haroun Tazieff, personaje quijotesco y fascinante como pocos, anticipaba esa posibilidad con premonitoria lucidez. Entre las carcajadas de los demás invitados destacaban las del infumable y engreído comandante
Cousteau. Para mí la ecología era, y en el fondo sigue siendo, la obsesión por la preservación del individuo cualitativo contra su degradación cuantitativa, la preservación de los paisajes naturales, rurales y urbanos contra las consecuencias de la mutación antropológica provocada por la era del “vehículo autopropulsado de combustión interna”. Al que pueden llamar “coche” para acortar, pero de ninguna manera “automóvil”, palabra que obviamente se refiere al peatón (cap. 6). Todas estas temáticas se prestan a la reflexión filosófica, a la brillantez conceptual, incluso si me apuran, a cierto tipo de “gracia”. En particular, el tema abstracto de la catástrofe (cap. 2, 3, 4) puede dar mucho juego. Pero el tema climático es refractario a toda gracia y no puede interesar a los chulitos chistosos del fondo de la clase. Parece reservado para los pitagorines y los gafotas de la primera fila, los que hacen los deberes en casa, los que no se comen una rosca, los sosos. Es el asunto más urgente y peligroso pero a la vez el más abstracto e inaprensible para la mente si ésta no se siente dispuesta a la ímproba labor de prestar una constante atención al cúmulo de datos que nos llegan incesantemente, a la complejidad técnica de las prácticas experimentales y a la producción acumulativa de la labor científica.
Cambio climático y daños colaterales
Entendí que la fractura intelectual provocada por esta cuestión era paradigmática. Era, más que lo político, el verdadero síntoma de un cambio de “epistémè”, hablando en términos foucaldianos. No sé si será necesario recordar, muy a vuelapluma, que para
Michel Foucault (1926-1984) el concepto de “epistémè” designaba los marcos generales del pensamiento que definen una época, separada de otra por una verdadera “ruptura epistemológica”. Foucault hablaba de tres “epistémè”, la renacentista, la clásica y la moderna que desde el punto de vista que animó este folletín debería llamarse “epistemè termodinámica”. La nueva “epistémè” posmoderna y ecuménica, en fase de alumbramiento, ya no puede considerar el mundo “como voluntad y representación” a la manera de
Schopenhauer y, en el fondo, de toda tradición filosófica sino ya “como precaución y conservación”. Nuestra nueva epistemè es la de la precariedad. Digamos que la necesidad de “un mundo sostenible” somete los humanos actuales a un insostenible “double bind”, una doble coacción: la congénita vulnerabilidad humana sólo era pensable sobre el fondo de la invulnerabilidad del mundo y de la naturaleza. Hoy estamos en la era de la vulnerabilidad generalizada. Son tiempos en que el temporal rompe todas las amarras. Curiosamente, hace exactamente dos siglos que
Géricault terminaba un cuadro revolucionario y simbólico: “Los náufragos de La Medusa” (agosto 1819).
La Gran Transformación
La palabra clave de la ecología es sin duda “conservar”. Lo es al menos para mí. Me posiciono como conservador de la “ecúmene” (cap. 3) ¿Es homologable el conservadurismo ecológico con el político? La cuestión es complicada y requiere su tiempo. La ecología complica todavía más la actual mudanza de todos los polos magnéticos que orientaron nuestras referencias ideológicas durante más de dos siglos. La izquierda política, como es usual, no padece estas dudas y suele proclamar que el combate ecologista forma parte del “general combate progresista hacia la total emancipación del ser humano”. En realidad solo el capitalismo productivista se declara hoy progresista sin ningún tipo de restricción mental. La mayoritaria resignación al capitalismo no se debe tanto a sus propios méritos como a la ineptitud siniestra de todas las tentativas comunistas que le permitieron aparecer, comparativamente, como el menos desastroso de los sistemas económicos. De modo que podemos decir que en Occidente el capitalismo sostuvo la democracia, mientras la democracia contuvo el capitalismo. Y así el máximo emporio del capitalismo productivista es hoy China que sigue proclamándose comunista y marxista-leninista. El economista húngaro
Karl Polanyi (1886-1964) publicó en 1944 “La Gran Transformación”, libro mítico para muchos, por cierto recientemente reeditado en español. Polanyi recordaba que la propia palabra “economía” y el concepto subyacente, que ocupan hoy la torre de control de toda relación social, no aparecieron, en su sentido moderno, hasta el siglo XVIII. La “economía”, ese imponente tótem de todas las sociedades modernas, no tenía vida propia y todo aquello que constituye su universo particular venía encajado (“embedded”) en la trama general de las relaciones sociales. Los conceptos, hoy naturalizados, de “homo oeconomicus” y de “mercado” corresponden al reciente “desencaje” fuera del tejido social del repertorio de actividades llamadas ahora económicas. Para Karl Polanyi el concepto de mercado autorregulado sólo era concebible en una sociedad en que las dimensiones económicas habían quedado así desencajadas (“disembedded”). No cuestiona la necesidad del mercado. Sólo dice que la sociedad está sometida a él cuando debería ser a la inversa. Lo que venía a decir era lo mismo que nos recuerdan desde siempre los antropólogos: hemos elegido un camino único, pero nunca fue el único camino.
Mont Blanc: antes era Mar de Hielo
El totalitarismo y el fracaso económico fueron, de manera sistemática las consecuencias históricas y sociales del odio al capitalismo y de las tentativas de acabar con él. Pero la consecuencia indeseada en las sociedades democráticas fue la promoción de la codicia y del cinismo, ponderados como las dos piernas de la eficiencia económica, al rango definitivo de valores pragmáticos. De modo que problemas tan inesperados, acuciantes y desestabilizadores como los que plantea el reto climático vienen hoy a “resetear” de alguna manera los fundamentos de la ética social y económica y cambian los horizontes y las reglas del juego. En primer lugar se asume el capitalismo y la economía de mercado en tanto que fundamental “amoralidad”, que no “inmoralidad” como proclamó durante generaciones la izquierda mesiánica. La diferencia es esencial. De los comportamientos ecológicos, ecuménicos, es decir los de precaución y preservación, convendría no esperar cegueras teleológicas ni horizontes mesiánicos. Todas las teleologías poscristianas a vocación totalitaria fueron un producto de la “epistemè termodinámica”, correspondiente a lo que yo llamé “era de la combustión” (cap. 6). El maniqueísmo social que caracterizó dicha era inauguró también la era de la militancia masiva y obsesiva a finalidad “endotélica” (cap. 3). Un tipo de militancia prescriptiva e impositiva en las fases de extensión, intolerante y autista en las de contracción. Como los trenes y los coches, aquella militancia necesitaba un combustible. El comunismo fue su carbón y su petróleo. Hoy la urgencia climática es para ella la nueva coartada, la nueva energía, me temo que renovable, que alimenta la nueva/vieja militancia “endotélica”, ahora llamada “interseccional”. La que abarca un totum revolutum donde caben, además del ecologismo, feminismo, antirracismo, animalismo, migraciones, nacionalismos, todo ello en versión radical, cuando no esperpéntica, pero con indudable perennidad de los comportamientos binarios propios del vetusto maniqueísmo salvífico.
Camus y María Casares
El pensamiento ecuménico obliga nuestras neuronas a cambiar de modo de funcionamiento venía uno a decir en el cap. 4. «Deberán renunciar -perdonen la autocita- al […] caduco motor de dos tiempos, con su émbolo conservador, su émbolo progresista y una peligrosa tendencia a embalarse para convertirse en reaccionario o apocalíptico». Porque otro tipo de militancia “endotélica” es efectivamente la “reaccionaria”. La palabra siempre me produjo desazón. Albergó contenidos identificables. Hoy los alberga cada vez más inestables y versátiles, por esto la uso con comillas. Lo que sigo pensando, y con mucho mayor motivo en el marco del pensamiento ecuménico, es que existe una clara ruptura epistemológica entre pensamiento conservador y pensamiento “reaccionario”. El excipiente del pensamiento “reaccionario” fue, clásicamente, el rechazo a la Modernidad histórica, entendida en sus definiciones canónicas. Y vemos efectivamente como, para algunos, las alarmas ecológicas son consideradas como la última mixtificación procedente de la secular subversión progresista de los valores. Una reciente encuesta francesa mostraba que el electorado de extrema derecha era el más reacio ante la alarma climática. Todo indica que el resultado sería muy parecido en España. Y así parece confirmarlo un también muy reciente (julio 2019) estudio de opinión del Real Instituto Elcano. Un 56% de los entrevistados considera que el cambio climático es la mayor amenaza a la que se enfrenta el mundo. A la frase :”El cambio climático existe”, responde afirmativamente el 99% de los que se sitúan a la izquierda y un 93% de los que lo hacen a la derecha. «Conviene insistir -dice el informe- en que incluso entre las personas mayores, de bajo nivel educativo, situadas más a la derecha y rurales, la gran mayoría tiene una “conciencia ecológica” media o alta». Pero confrontados a la frase: «Se ha exagerado mucho la llamada “crisis ecológica”», el 4,9% se declara “muy de acuerdo” y un 22%, “de acuerdo”. Desde julio, el tabarrón mediático puede haber alterado estos porcentajes.
Habría quedado de cine poder concluir con la famosa frase de
Albert Camus en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, en 1957: «Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga». Es ésa la reflexión de un individuo lúcido, pero la humanidad como tal, la especie, seguirá indiferente a su naufragio como a su salvación. Lo más cercano a una conclusión sincera hubiese consistido en explicitar mejor el horizonte escéptico que apuntábamos en el párrafo que cerraba el cap. 4. Se hace tarde y sería como imponerle un sobrero al público aburrido que huye de la plaza. Repetiremos que la nueva baraja del horizonte ecuménico “resetea” desde la más total incertidumbre los repertorios ontológicos y éticos. Y terminaremos con otro símil taurino: a la Humanidad le acaba de salir un toro de
Saltillo particularmente bronco y complicado, de esos que estimulan la pluma homérica del maestro
J.R. Márquez. Habrá que atarse los machos.
Géricault. Los náufragos de la Medusa. 1819