domingo, 31 de mayo de 2020

El papel de la Movida. Historia de Gente y aparte*

La primera portadilla de Gente y aparte


TAL COMO ÉRAMOS
    
 Ignacio Ruiz Quintano

En el principio era la Movida, y la Movida estaba en Madrid, y la Movida era Madrid.

    El otro día, desde Barcelona, una amiga en la treintena, @Vichyncatalan, daba, sin saberlo, con la madre del cordero en un tuit muy inteligente (y muy malvado):

    –Si Eduardo Benavente hubiese nacido en el 90 y no en el 62, en vez de un grupo postpunk montaría una asamblea. Triste decadencia la nuestra.
    
La Movida, para entendernos, vino de un lío chamarilero y dominical de Ceesepe y Alberto García-Alix en el Rastro madrileño.
    
Nosotros tendríamos noticia de la Movida por el 79 y en la Facultad, cuando toda la Facultad era muermo, macuto y ajetreo de chinchin yu (el pez que se come los callos de los pies) en la charca de la política.

    La política de la Facultad nos aburría hasta las lágrimas, y la diversión venía del Rastro y de los bares de ruido y copas: La Bobia, El Penta, La Carolina, El Jardín, Caminos, Marquee y aquel Rock-Ola con su Lorenzo el Magífico, funcionario (de Gobernación) de día y portero de noche, Médici de lo que tuvo de Renacimiento aquel trasnoche sin cuento.

    Vista de lejos, puede que la Movida fuera algo así como el baile de una generación sola en medio de un cambio de régimen, un descanso de entreguerras: el domingo, todo el domingo de 1980, ese domingo que el español acostumbra tomarse entre régimen y régimen.

    Un domingo, para nosotros, de treinta años.

    –Me voy a la Guerra de los Treinta Años –podíamos haber dicho entonces, cada día, al salir de casa.
    
El domingo de la generación sin mando a distancia, que pasó de manos de nuestros padres a manos de nuestros hijos.

    Ahora que vuelvo a verla, la película que mejor capta el espíritu de aquella Guerra de los Treinta Años, que en realidad sólo fueron cinco, los cinco primeros 80, es “Jó, qué noche”, de Martin Scorsese.
    
Scorsese, por cierto, no dio con el final. Y nosotros, tampoco.

    Mas como las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos, quiero tirar de una experiencia extraña, pero fantástica, de aquella época, la del baloncestista Chechu Biriukov, re-descubierto recientemente por Jot Down en una entrevista que ha deslumbrado a la gente joven.

Míchel y la pesadilla milanesa

Biriukov, de padre ruso y madre española, aterrizó en España en 1983, y venía con la ventaja de saber mirar a todas las cosas con ojos de primera vez.

    –¿Era tan excéntrico Fernando Martín? –le preguntan.
    
En aquella época éramos un poco gilipollas –contesta–. Decíamos unas gilipolleces… Eran los años 80, Madrid me mata, la Movida madrileña, salíamos todas las noches… La verdad es que éramos muy dados a filosofar y vacilar a la vez. Pensad que era gente muy preparada. Es decir, tenías que andar con cuidado porque en seguida te metían la pulla. Las lenguas mataban. En el año 83, Corbalán decía: “Vamos a cenar todos juntos.” Cenábamos, discutíamos, hablábamos. Era muy divertido, creo que era una magnífica época. Me jode mucho pensar que no estaba apreciando en aquel momento lo bien que me lo pasaba. Ganaba dinero, una mierda de dinero nos pagaban, pero en aquel momento estaba bien. Las conversaciones eran intelectuales, por decirlo así, sinceramente. Leían periódicos, sabían qué pasaba en el mundo, qué pasaba aquí, les interesaba qué pasaba en la Unión Soviética. Había unas conversaciones increíbles. Y después fumar, beber. A mí eso me parecía alucinante. Cuando hice mi primer entrenamiento en la Ciudad Deportiva fuimos al bar y pedí una Coca-Cola. Y Lolo Sainz me dijo: “Chaval, aquí se toma agua, cerveza o vino. Pero la mierda esa americana no se toma”. ¿Cerveza y vino? ¿Con el entrenador? En Rusia no podías beber nada, ¡eras un alcohólico! Y aquí con el propio entrenador dándole.

    En los 80 el baloncesto era de mejor tono (entendiendo por tono la diversión) que el fútbol, aunque el caso es que no nos privamos de nada, ni siquiera de la mili, aquel gran poder impersonal (Hado, Justicia, Necesidad) que gobernaba nuestra juventud y que era superior a los dioses.

    Al regreso de la mili, precisamente, en una de aquellas noches de los 80, al hilo de una apuesta con Jorge Berlanga, nació Gente y aparte.
    
Fue en la barra de El Cutre Inglés, en la calle del Marqués de Santa Ana, 43, corazón de Malasaña.
    
Jorge fue, como su padre, un seductor ambulatorio, y en El Cutre…, con otras chicas Bond-Madrid de la década, trabajaba Mamen del Valle, que había salido en “Crónica de un instante”, y por cuyas piernas suspiraba.

Mamen del Valle en El Cutre Inglés
    
En aquel juego de piernas (en la vida, como en el boxeo, como en los toros, todo es juego de piernas) dimos forma a la idea que acabaría convirtiéndose en sección hecha y derecha de ABC.
    
De aquella sección con la que tanto nos divertimos (diversión que tan cara nos harían pagar los hiénidos de Mufasa que siempre vigilan la charca) escribiría un día Sabino Méndez en su estupendo Corre, rocker (2000):
    
La sección se llamaba Gente y aparte, salía los sábados... y pretendía buscar públicos nuevos para el histórico rotativo. Ignacio Ruiz Quintano fue el encargado de organizarla y buscar los colaboradores. Contacté con él a través de Alaska y Pito... Mis artículos fueron mejorando. Cuando Ignacio Ruiz Quintano se trasladó a Diario 16 me siguió pidiendo crónicas ocasionales para su diario o para El Observador. Luego, al volverme a centrar en el trabajo musical, perdí el contacto con él. Recuerdo con cariño su desacomplejada independencia de criterio y su capacidad de convertir una crónica de un partido de fútbol en un homenaje clásico.
    
Nada de aquello hubiera sido posible sin Jorge Berlanga y Rosaura Díez Fuertes, redactora y musa de Gente y aparte.
    
Jorge Berlanga, nuestro Berli, tuvo siempre algo de almirante inglés al que le hubieran birlado el barco, y, como lord Kelwin, el extravagante físico difusor de la teoría dinámica del calor, sólo quería entender las cosas que se pudieran dibujar.

    Lo recuerdo boca abajo, en un Corsa recién volcado, diciéndome sin soltar el camel, encendido, de entre los dedos:

    –Iñaqui, hay una fuerza centrípeta que impide correr en las curvas
    
El dibujo inaugural de Gente y aparte fue una folclórica con látigo que Jorge le sonsacó por teléfono a Juan Carlos Eguillor, que vivía en Bilbao.
    
El dibujo de Eguillor era transgresor en el sentido que tiene dicho José-Miguel Ullán: “La caligrafía del dibujo tiene algo más libertino, menos domesticado que aquello que articula la escritura... En la escritura todo tiende a amoldarse, a darse en forma y, en definitiva, a rendir cuentas. Cada dibujo, en cambio, es un sobresalto sin molde”.

    Eso, un sobresalto sin molde sería, sábado a sábado, la ilustración que Jorge iba cazando, después de aquélla de Eguillor que todavía no sé cómo acertamos a publicar. Pero es que, sin ella, el resto no hubiera tenido sentido. Ni la Olga Zana de Carlos Berlanga ni el Juan Jaravaca de Mediavilla. Ni nuestro predilecto, el Buitre Buitáker de Gallardo, quien se comía, además, casi todas las portadillas. Los cartones eran de encargo, y el ángel de su guarda en el cajón se llamaba Rosaura, cuya logística periodística incluía la sonsaca de artículos a Leopoldo María Panero, interno en el Manicomio de Mondragón, y, para ilustrarlos, de acuarelas a El Hortelano.

Las cartas de Panero desde Irún

    
Aun sin dinero, Madrid era Baden Baden.

    Y fueron, profesionalmente, los días más felices de nuestras vidas.
    
Aparecimos en sábado, abril del 87, con un órdago al 92: España olía otra vez a Régimen y el 92 sería sus Años de Paz, sobre la que restallaba como una sierpe recién pisada el látigo de la folclórica dominatrix de Eguillor.

    –Folclóricas para el 92 –tituló Berlanga lo suyo para aquel primer fogonazo con golpe de magnesio sobre la España cañí.

    En el sumario del primer día, Jaime Urrutia (Gabinete Caligari), Fernando Márquez, Mónica Gabriel y Galán (“birmette” de Objetivo Birmania), Wyoming, Maribel Verdú (que estrenaba La estanquera de Vallecas) y Javier Barquín dando cuenta de la alternativa de Paco Machado esa misma tarde en Aranjuez.
    
Arrancamos como de broma.

Luego, cuando quisimos darnos cuenta, teníamos el compromiso de llenar cada sábado media docena de páginas en ABC.

    La gente escribía de lo que quería, y para evitar la dispersión, a los colaboradores de más confianza se les imponía un tema: la mili, el rock, las motos, los toros, el boxeo y chicas, muchas chicas.
    
Maribel Verdú, aún incipiente, fue adoptada como chica bandera de la sección. Escribía a mano de sus cosas, que eran las nuestras.

    Pero Jaime Urrutia venía con sus folios, manuscritos, por Rosaura. Edi Clavo traía los suyos, mecanografiados, por Jaime Urrutia. Los de Fernando Márquez, el Zurdo, había que ir a buscarlos, mecanografiados, a su casa con mesacamilla en la calle de Viriato. Javier Barquín tenía un aire señorito muy simpático de la calle de Juan Bravo: se dejaba caer en persona, con carpeta, en el ABC de Serrano, y por ahí se nos marchaba la tarde.
    
Como Carlos Berlanga, con su cartapacio de mujeres fatales, a quien su hermano Jorge reverenciaba en su fragilidad de jarrón chino.

    Me hacía gracia esa forma jorgiana de reverenciar a un hermano como únicamente reverenciaba a las novias.

    Eso lo vi mejor la tarde que despedimos a Carlos, y escribí que todos volvimos más pálidos, como se vuelve de los cementerios: de puntillas, aunque Bailando, con los zapatos, uno negro y otro amarillo, del príncipe de Bizancio y con un saltamontes –ese dandi epigramático que siempre hay en los cementerios– atado por un hilo (...)
    
Morir joven, y dejarnos, a su muerte, un perfume extraño y penetrante de espíritu selecto había sido su deber de dandi.

    Como escribió Panero en su epitafio para Haro: “Puedo, después de una epopeya en que naufragó el mundo, hablar por fin de un escritor”.

    –Hoy, al final de una movida en que naufragó una generación, hay que hablar del ángel bodeleriano que la soñó. Fue un gato. Fueron, quizás, cuatro gatos...
    
Carlos Berlanga apareció cuando los tiempos eran mejores, casi de oro, y alguien tenía que engañar nuestro hastío y elevarlo a diversión. Con su timidez de niño que lo mira todo como si todo lo engañase (“la mirada que goza de la perfecta lucidez, aunque se consuma atrozmente en esa misma lucidez”), iluminaba a una generación que, en medio de la continua risa, vivía peligrosamente, y por eso Carlos parecía cada vez más el ángel bodeleriano pasado por la túrmix madrileña de Ruano y de Ramón (...)


Entrevista con Carlos Berlanga
    
Baudelaire era francés, pero Berlanga, que era español, sólo podía ser un ángel mojado en café con leche, que es la única cortesía que en España se ha tenido siempre para el talento. “¿Y ése quién es?” “¡Un artista!” “¡Pues, ande, póngale un café con leche!”

    Por las cosas de El Hortelano, en cambio, había que ir a su casa, que entonces estaba en la calle Mayor y era vecino de Ceesepe y de Javier de Juan.
    
Las ánimas del Purgatorio del Hortelano con las reinas de la barra de De Juan.

    Las cosas del Hortelano las elegía y recogía, a su gusto, Rosaura, en los jueves de reparto: salíamos los tres, Jorge, Rosaura y yo, y antes de ir a la calle Mayor, visitábamos en el barrio de Salamanca a Felicidad Blanc, con el dinero de las colaboraciones de su hijo Leopoldo María Panero, que enviaba sus textos desde Mondragón, por carta, a la Redacción de ABC y a nombre de Rosaura, con quien tenía establecida una relación telefónica, literaria y sensual, un juego de voces disparatado, una lucidez cegadora, una locura total.

Emma Suárez
    
Los días de prodigio nos citábamos con Alberto García-Alix: inolvidables sus sesiones con Rafael de Paula, de paciencia infinita con los artistas, para un perfil literario de Joaquín Albaicín; con Emma Suárez, en uno de los mejores retratos de Alberto, improvisado en mitad de la calle de su estudio vallecano; y con Poli Díaz (y su novia), en el patio de vecinos de Alberto.


Poli Díaz
    
Luis Solana dirigía la TVE y prohibió por cuestiones morales el boxeo.
    
En Gente y aparte, al cerrar los viernes la sección, íbamos a las veladas del Campo del Gas. Y allí nos agarramos a Poli. Disfrutábamos con él. Escribíamos de él. Viajábamos con él. Hasta que Sarasola nos lo quitó.
    
Las faltas de Poli Díaz las equilibrábamos con las sobras de Mike Tyson. Si Gente y aparte valió la pena fue por los retratos de Alberto García-Alix a Poli Díaz y las ilustraciones de Javier de Juan a Mike Tyson.
    
Con el boxeo perseguido por el moralismo socialdemócrata, las madrugadas de combate recorríamos las casas de Madrid con satélite para sintonizar a la buena de Dios cualquier canal que emitiera el espectáculo.

El Mike Tyson de Javier de Juan
    
Así supimos que se había consolidado otra vez un Régimen.

    Si de noche éramos de Poli Díaz, de día torcíamos por Enrique Ponce.
    
El taurinismo en los ochenta éramos los hijos de Antoñete, que fue nuestro San Pablo de los toros, moviéndonos en riadas de curiosos tras el novillerismo andante: el pijerío que seguía a Julio Aparicio y el cabalismo (¡los cabales!) que seguía a Enrique Ponce.
    
Las primeras cosas de Ponce, torerillo de 16 años en Las Ventas, se publicaron en Gente y aparte.
    
Su faena otoñal en Las Ventas constituyó un emocionante ejercicio de chulería suprema, por la morosa armonía de sus desplazamientos, la calculada plástica de sus pases y la estimulante frescura de sus desplantes. Había nacido una estrella, se llamaba Enrique Ponce.
    
Luego vendría la alternativa francesa de Litri y Camino.
    
La sección seguía creciendo.

    Estaban las cosas de Alaska, textos magníficos, caligrafiados en hojas cuadriculadas de cuaderno y firmados con una señal de la cruz.

    Estaban las cosas de Eduardo Bronchalo Goitisolo, que se movía en una bella penumbra de inteligencia y desengaño.

    Estaban las cosas de Guillermo Fésser y Juan Luis Cano, los Gomaespuma, entonces de una pureza como de huevo de Codorniz.

Ambite y May

Estaban las cosas de May, intacta su gracia de Ambite y Rock-Ola.
    
Estaban las cosas de la gente de Barcelona: Gallardo, Mediavilla y Montesol.
    
Estaban, pues, el Juan Jaravaca de Juan Mediavilla y el Buitre Buitáker de Miguel Gallardo.
    
Estaban los modernos (Opisso y Dona) de Montesol, que a mí me traía memoria del mago Pepe Carroll.
    
Estaban los quitasueños líricos de Juan María Calles.
    
Estaban las negritas de las Ricas y famosas de Beatriz Cortázar.
    
Estaban las sicalipsis de María Jaén, recién salida de su Sauna del 87.
    
Estaban los aros de humo de Blanca Andréu, señora entonces de Juan Benet, a cuya casa en El Viso acudíamos para recoger los folios de Blanca, que flaneaban al menor ruido de pasos en la madera de la escalera.

    Estaban las teatralidades de Dafna Mazin.
    
Estaban las notas jardielescas de Marta Madariaga.
    
Estaba el caos formal de Rossy von Dona, en seguida Rossy de Palma.
    
Estaban las astracanadas inocentes de Violeta Cela.
    
Estaba la geometría sin fundamento de los relatos cósmicos de Catherine François.
 

El Michael Jackson de Gallardo
    
Estaba el Manifiesto del rocanrol (publicado en tres entregas) que Santiago Auserón nos escribió en el verano del 87.
    
Estaban los malos y buenos agüeros de Ernesto A. Giménez Caballero, inteligente, pícaro, culto, enfermo y terminal.
    
Pudieron estar las cosas de Eduardo Haro, pero aquel mediodía de la primavera del 88, en el Multicentro de la calle de Serrano, fue cuando todos nos dimos cuenta de que habíamos llegado tarde a un mundo que ya empezaba a ser demasiado viejo.

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* Texto para el catálogo
 El papel de la Movida (Arte sobre papel en el Madrid de los ochenta), 2013
 exposición del Museo ABC

Quiquiriquís


Ignacio Ruiz Quintano

“¿Pero es que aquí ya no hay valores?», se preguntan los moralistas, que ponen la misma cara que las marías cuando entran en la planta de oportunidades preguntándose en plan quiquiriquí: «¿Pero es que aquí no atiende nadie?»

Nietzsche fue mejor gallo que Nostradamus, y predijo que el siglo XXI sería más tenebroso aún que el de las grandes guerras, una época de «eclipse total de todos los valores». ¿Todos los valores, dice usted? Bueno, sigamos la pista del dinero: las primas de los futbolistas, las «stock options» de los ejecutivos, las dietas de los concejales y, ya puestos, las demandas salariales de los jueces, que piden como alemanes cantando, o sea, el veinticinco por ciento.

«¡Qué fuerte!», rezonga el público, resumiendo sin saberlo un pensamiento de Pascal: no pudiendo hacer que lo justo sea fuerte, se hace de modo que lo fuerte sea justo. «¡Pues que se hagan ejecutivos!», gritan los más chinches. «¡O concejales!» Qué le vamos a hacer. Cosas del «sinergismo felipista», que no tiene que ver con la cultura del pelotazo de González, sino con aquella doctrina de Melanchton según la cual Dios conduce al hombre de manera que su voluntad coopere en la obra de su propia salvación, al grito, se supone, de «¡Sálvese quien pueda!».

Por reforzar la cooperación en esa obra, algunos jueces han pretendido rescatar la figura del desacato, que se contradice, por cierto, con el principio de la libertad de expresión, un invento liberal basado en la creencia de que la libertad de discusión conduce a la victoria de la opinión más acertada. Mas como el mundo del lenguaje cada día está más divorciado del mundo de los hechos, a la libertad de discusión llaman los expertos «conflicto de poderes», y al régimen democrático, «Estado de Derecho», frase que, una vez leída, te deja un buen rato sin ver nada, como le ocurría a Ramón Gómez de la Serna al leer el nombre de Edelmira. ¿Cómo se concibe un Estado que no sea de Derecho? Da igual. Lo importante es la frase hecha, que, naturalmente, debe estar hecha como la manzana que los barberos de pueblo metían en la boca de los clientes antes de afeitarlos.

Es la nueva cultura política. Todo cuanto hace falta para un análisis puede adquirirse en el «Todo a Cien» de la posmodernidad: una frase manzanil con que taparte la boca y una navaja de Ockham para cortar por lo sano del tópico, lo cual que, si se habla de poderes, tanto da el principio democrático de la división como el principio liberal de la separación, bien revuelto todo con la idea francesa del equilibrio que puso de moda Montesquieu. Y si así es la habla de los expertos, ¿qué podemos esperar del hablar de los legos?

Los legos hablan porque hay libertad de discusión, pero se salvan porque no hay desacato, aunque todo se andará, si se quiere «garantizar el correcto funcionamiento de instituciones imprescindibles en un Estado Democrático y de Derecho», como se dice en ese nuevo lenguaje jurídico que sólo podría desentrañarse a través de la mayéutica, el interrogatorio ideado por Sócrates para quitar el disfraz a los charlatanes.

Alfonso Reyes decía que la cicuta fue la venganza contra la mayéutica, pero Sócrates se la tomó como una medicina que lo sanaba de la enfermedad de la vida, y por eso mandó sacrificar un gallo a Esculapio. A este propósito el mismo Reyes cita un cuento de Clarín en que se refiere que, al día siguiente de la muerte de Sócrates, Critón, discípulo tonto e «idealista de segunda mano», andaba detrás de un gallo que trepaba las bardas para escapársele y le decía: «¿No comprendes que tu maestro hablaba en parábolas? ¿Que eso de sacrificar un gallo no era más que un modo pintoresco de hablar?» Pero Critón no quiso entender de razones y alcanzó al gallo de una pedrada. El gallo, al morir, exclamó: «¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino. Hágase en mí según la voluntad de los imbéciles


Alfonso Reyes

Todo cuanto hace falta para un análisis puede adquirirse en el «Todo a Cien» de la posmodernidad: una frase manzanil con que taparte la boca y una navaja de Ockham para cortar por lo sano del tópico, lo cual que, si se habla de poderes, tanto da el principio democrático de la división como el principio liberal de la separación, bien revuelto todo con la idea francesa del equilibrio que puso de moda Montesquieu

Hoy me gusta la vida mucho menos...



Hoy me gusta la vida mucho menos,
pero siempre me gusta vivir: ya lo decía.
Casi toqué la parte de mi todo y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra.

Hoy me palpo el mentón en retirada
y en estos momentáneos pantalones yo me digo:
¡Tanta vida y jamás!
¡Tantos años y siempre mis semanas!...
Mis padres enterrados con su piedra
y su triste estirón que no ha acabado;
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos,
y, en fin, mi ser parado y en chaleco.

Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París
y diciendo:
Es un ojo éste, aquél;    una frente ésta, aquélla...   
Y repitiendo:
¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!
¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!

Dije chaleco, dije
todo, parte, ansia, dije casi,  por  no  llorar.
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado
y está bien y está mal haber mirado
de abajo para arriba mi organismo.

Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo repito,
¡tanta vida y jamás! ¡Y tantos años,
y siempre, mucho tiempo, siempre, siempre!

CÉSAR VALLEJO

Saltillo/Moreno Silva. De repente, la única verdad de la tauromaquia: el toro de lidia. Cazarrata


José Legrá, el Puma de Baracoa, ante la Plaza
Premonición de espectáculo


José Ramón Márquez

¿Y si son tan malos por qué nadie se aburrió? He aquí la cuestión, la principal. Llevamos media vida con la misma monserga y una tarde, una entre un millón, que sale el ganado con otras maneras, resulta que nadie se aburre en la Plaza, que nadie puede apartar sus ojos de lo que pasa en el ruedo. Y lo cierto es que pasan muchísimas cosas, lo que ocurre es que no son las de cada día, las del “¡Bieeeeennnn!,” porque hoy la cosa hoy iba en un registro totalmente distinto del de todos los días.

El toro, cuando nos aficionamos a esto, era un ser furioso y agresivo. Los relatos de aquellos que derrotaban en tablas destrozando la barrera, que rompían las puertas de los chiqueros y se echaban a la Plaza inesperadamente, de aquellos que saltaban al tendido sembrando el pánico, de los que se aquerenciaban con el cuerpo muerto de un caballo y defendían su presa, de los marrajos entablerados a los que había que meter la mano a paso de banderillas, de los que saltaban al callejón sembrando el desconcierto, de los mansos fuertemente aquerenciados en chiqueros, excitaban muchísimo más la imaginación de un infante que las verónicas de alhelí, de las que por cierto nadie le hablaba. El toro era la furia sobre la tierra, el terror hecho animal. Luego, con los años, la cosa ya se fue a otros derroteros y resultó que esto de los toros era cosa de arte y que como no hay quien haga arte con la furia y el terror, mejor ir quitando esos comportamientos. Aquellos polvos del arte trajeron los lodos del descaste, que eso en suma es lo que significa lo de la “toreabilidad” y todo el rollo patatero del “toro artista”.

Hoy don José Joaquín Moreno de Silva ha echado en Las Ventas una corrida de toros que lo mismo podría haberla echado en la Plaza Vieja o en la de la Puerta de Alcalá, toros vareados extremadamente serios, con muchísima casta y de condición predominantemente mansa: hoy el señor Moreno de Silva ha echado en Madrid una golosina para un aficionado como yo, que busca denodadamente en los toros las máximas dificultades. Y no es que se quieran dificultades por el morbo de ver lo mal que las pasan todos los actuantes, desde luego, sino porque como tantas veces hemos dicho los toreros malos o malísimos, que son casi todos, brillan mucho más con el ganado malo, áspero, difícil e incierto. Ante la tesitura, lo humano es ponerse del lado del ser humano cuando lo que tiene enfrente es un leviatán con las peores intenciones. A las pruebas me remito: hoy Sánchez Vara recibió una ovación por dar un trapazo y una estocada a su segundo. Ni lidia, ni doblarse, ni tocarle los costados ni nada, un trapazo y un bajonazo y a cambio una ovación porque todo el mundo estaba con el torero -como debe ser- poniéndose en su piel en el trance enrevesado en el que se encontraba. Nadie en la Plaza se habría cambiado por Sánchez Vara, todo el mundo entendía el torbellino en que se andaba, y de ahí ni media censura y además palmas al doblar el toro.

El grave problema que plantea la corrida de Moreno Silva es que se puede decir que no hay quien sea capaz de estar dignamente con ella. Hoy en la Andanada volvieron a pronunciarse los nombres de Ruiz MiguelPaco EspláDámaso GómezDamaso GonzálezManili o Domingo Valderrama para acabar concluyendo en que no hay nadie hoy en día -excepto acaso Ferrera, apunta un joven aficionado- capaz de estar con arrojo, solvencia y torería frente a los saltillos de la divisa blanca y negra, que hasta en eso son de otra época.

El punto crucial de la corrida ha sido el cuarto, Cazarrata, número 45. El toro se entera una barbaridad de lo que pasa a su alrededor y no atiende más que a su santa voluntad. Echa a Sánchez Vara al callejón en el saludo de capote, ataca a los caballos como y cuando le da la gana, unas veces rodeándolos, otras de cualquier manera, de cerca o de lejos, sin emplearse lo más mínimo y sin que nadie sepa encelarle o hacerle la carioca que todos los días hacen a los bobos, se lleva bastantes recuerdos de su paso por los del kevlar, pero le sacan el pañuelo encarnado de las banderillas negras, que hace la torta de tiempo que no veíamos, y no se duele lo más mínimo en las banderillas  negras puestas con entrega y oportunidad por Rafael González y Lucas Benítez. Después recibe un muletazo y un espadazo de Sánchez Vara, como se dijo más arriba. Sin embargo, había que estar en la Plaza y ver el sentido del toro, el peligro de sus extemporáneas embestidas, la forma de atacar por sorpresa a una presa bien elegida de antemano, el festival de capotes por el suelo, las gorras de los areneros haciendo quites y todos los espectadores sin poder quitar la vista del toro y de sus violentas acometidas con la cara siempre alta, que no era toro que haya humillado una sola vez en su vida pública, ni que haya abierto la boca, ni que haya regalado una sola embestida. El demonio.

La corrida empezó con Millorquito, número 27, un toro fino de hechuras que manseó lo suyo en el caballo y que tampoco estaba por la cosa de la humillación. Sánchez Vara tiró de oficio y el agua no le llegó al cuello. Le esperaba un poco más tarde el trago del Cazarrata.

Mandarín, número 55, le correspondió a Alberto Aguilar. Era cárdeno al igual que el resto del encierro. Lo picó de manera deplorable Francisco Javier Sánchez y se puso complicado en banderillas. Aguilar construyó su faena con los mimbres contemporáneos, pero el toro no era de esta época. Era toro de tres o cuatro series mandonas y un espadazo. El animal se orientó y cada vez se fue complicando a medida que Aguilar no se daba cuenta de que debía cortar la faena. Lo mató como pudo.

José Carlos Venegas le tocó vérselas con Luvino, número 43. Es otro manso que corre de un picador a otro sin atender a los capotes y que por decisión de su matador se queda crudo en varas. En banderillas arrea un montón y da opción a que David Adalid ponga uno de los mejores pares de banderillas que recordamos en nuestra vida de aficionados, grandioso par de poder a poder con el toro corriendo fuerte hacia el torero con las peores intenciones, este templa perfectamente la violenta embestida, cuadra y clava guapamente en la misma cara del toro y sale limpiamente como los grandes poniendo a la Plaza en pie. El toro es muy peligroso y Venegas intenta hacer lo que sabe, lo que le habrán enseñado, que no es ni mucho menos lo que correspondía a las condiciones del toro. No es capaz el torero de acabar con él en el tiempo fijado, más un generoso regalo de tiempo extra de parte del Presidente, y Luvino se va a que lo apuntillase don Ángel Zaragoza en chiqueros tan fresco como cuando salió, sólo que con la espalda hecha cisco de los puyazos alevosos y con una estocada dentro.

El quinto -no hay quinto malo- es Jabalinoso, número 67. Aguilar no ve claro lo de ir a parar al toro y manda -ninguna censura en ello, pues es preferible que los toros los paren los peones, sobre todo si no son del tipo bobo cotidiano- a César del Puerto, que ha hecho lo más torero de la tarde en cuanto a toreo, lidiando por bajo al toro con sabiduría y oficio. Luego resulta que el toro no era un leviatán y que, sobreponiéndose un poco al ambiente, se le podían sacar pases. Alberto Aguilar está ahí, pero la emoción la pone el toro a causa de su incertidumbre.

El sexto, Morisco, número 39, tiró con facilidad el caballo que montaba Gustavo Martos, que luego le picó fuerte, pero no vengativamente. Volvió a banderillear Adalid con suficiencia  y llegó a manos de Venegas manseando, con la cara alta, tirando cornadas y enterándose. Venegas abrevió, visto lo visto.

Todos los días vemos al toro aborregado, derrengado, mustio. Hoy hemos visto otra cosa muy lejos de ese animal que ya sale del chiquero vencido de antemano. A esto de hoy no habrá nadie del toro que lo defienda, como tampoco habrá ecologista alguno que se disponga a abrazarlo. A estos sólo los queremos cuatro cavernícolas.



David Adalid
Torero, torero, torero

El vellocino de Zaius

Velador

El punto Riefenstahl


Los pobres del Palko de Karmena

Rubio Silva

Juventud oficial

Juventud real

Casta saltilla

Millorquito

Fernández el de la Cifu, tras sus antiparras

Horca caudina

Gómez, el Novato

El campo

El gran Adalid

Pareó de poder a poder al fiero Luvino...

...y nos puso la carne de gallina

El precio de ser el mejor en España es que nadie lo llama

¿No me ves sin chirimbolos
que al viento sangren su engaño?

Ven aquí, toro castaño

Mira tú si no es locura

Yo, mi junco y mi cintura

Tú, latín de quinto año

Restos de la batalla

Panorama desde el puente

Vivo y a los corrales

Dios y ayuda le costó a Florito sacar al muerto

Cazarrata
Simplemente El Demonio

 Qué toro, Cazarrata, para el poderío de Julián, el barbillazo de Morante o el caderazo de Manzanares

Pañuelo colorado

Banderillas negras

Cazarrata al acoso

El sunami de Cazarrata deja el ruedo sembrado

Mucha gente

Más capotes

Más capotes

Más muletas

Guernica

Adalid en su segunda par al sexto, Morisco
Las Ventas, 31 de Mayo de 2016