domingo, 31 de mayo de 2020

Quiquiriquís


Ignacio Ruiz Quintano

“¿Pero es que aquí ya no hay valores?», se preguntan los moralistas, que ponen la misma cara que las marías cuando entran en la planta de oportunidades preguntándose en plan quiquiriquí: «¿Pero es que aquí no atiende nadie?»

Nietzsche fue mejor gallo que Nostradamus, y predijo que el siglo XXI sería más tenebroso aún que el de las grandes guerras, una época de «eclipse total de todos los valores». ¿Todos los valores, dice usted? Bueno, sigamos la pista del dinero: las primas de los futbolistas, las «stock options» de los ejecutivos, las dietas de los concejales y, ya puestos, las demandas salariales de los jueces, que piden como alemanes cantando, o sea, el veinticinco por ciento.

«¡Qué fuerte!», rezonga el público, resumiendo sin saberlo un pensamiento de Pascal: no pudiendo hacer que lo justo sea fuerte, se hace de modo que lo fuerte sea justo. «¡Pues que se hagan ejecutivos!», gritan los más chinches. «¡O concejales!» Qué le vamos a hacer. Cosas del «sinergismo felipista», que no tiene que ver con la cultura del pelotazo de González, sino con aquella doctrina de Melanchton según la cual Dios conduce al hombre de manera que su voluntad coopere en la obra de su propia salvación, al grito, se supone, de «¡Sálvese quien pueda!».

Por reforzar la cooperación en esa obra, algunos jueces han pretendido rescatar la figura del desacato, que se contradice, por cierto, con el principio de la libertad de expresión, un invento liberal basado en la creencia de que la libertad de discusión conduce a la victoria de la opinión más acertada. Mas como el mundo del lenguaje cada día está más divorciado del mundo de los hechos, a la libertad de discusión llaman los expertos «conflicto de poderes», y al régimen democrático, «Estado de Derecho», frase que, una vez leída, te deja un buen rato sin ver nada, como le ocurría a Ramón Gómez de la Serna al leer el nombre de Edelmira. ¿Cómo se concibe un Estado que no sea de Derecho? Da igual. Lo importante es la frase hecha, que, naturalmente, debe estar hecha como la manzana que los barberos de pueblo metían en la boca de los clientes antes de afeitarlos.

Es la nueva cultura política. Todo cuanto hace falta para un análisis puede adquirirse en el «Todo a Cien» de la posmodernidad: una frase manzanil con que taparte la boca y una navaja de Ockham para cortar por lo sano del tópico, lo cual que, si se habla de poderes, tanto da el principio democrático de la división como el principio liberal de la separación, bien revuelto todo con la idea francesa del equilibrio que puso de moda Montesquieu. Y si así es la habla de los expertos, ¿qué podemos esperar del hablar de los legos?

Los legos hablan porque hay libertad de discusión, pero se salvan porque no hay desacato, aunque todo se andará, si se quiere «garantizar el correcto funcionamiento de instituciones imprescindibles en un Estado Democrático y de Derecho», como se dice en ese nuevo lenguaje jurídico que sólo podría desentrañarse a través de la mayéutica, el interrogatorio ideado por Sócrates para quitar el disfraz a los charlatanes.

Alfonso Reyes decía que la cicuta fue la venganza contra la mayéutica, pero Sócrates se la tomó como una medicina que lo sanaba de la enfermedad de la vida, y por eso mandó sacrificar un gallo a Esculapio. A este propósito el mismo Reyes cita un cuento de Clarín en que se refiere que, al día siguiente de la muerte de Sócrates, Critón, discípulo tonto e «idealista de segunda mano», andaba detrás de un gallo que trepaba las bardas para escapársele y le decía: «¿No comprendes que tu maestro hablaba en parábolas? ¿Que eso de sacrificar un gallo no era más que un modo pintoresco de hablar?» Pero Critón no quiso entender de razones y alcanzó al gallo de una pedrada. El gallo, al morir, exclamó: «¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino. Hágase en mí según la voluntad de los imbéciles


Alfonso Reyes

Todo cuanto hace falta para un análisis puede adquirirse en el «Todo a Cien» de la posmodernidad: una frase manzanil con que taparte la boca y una navaja de Ockham para cortar por lo sano del tópico, lo cual que, si se habla de poderes, tanto da el principio democrático de la división como el principio liberal de la separación, bien revuelto todo con la idea francesa del equilibrio que puso de moda Montesquieu