Madame Deneuve
El manifiesto del erotismo
Jean Juan Palette-Cazajus
¿Es usted feminista? A tanto no llego –contestó aquel buen señor–, todo lo más un poco mujeriego. El chiste suele complacer a los trogloditas, pero también a gente más refinada, por su tufillo a azufre políticamente incorrecto. No todo el mundo puede ser mujeriego. Hace falta para ello una buena dosis de talentos naturales y sicológicos que no están al alcance de todos los propietarios del cromosoma Y. En cambio, autoproclamarse feminista está al alcance de cualquiera. Es lo que me pasa a mí. Pero no solamente por carecer, desafortunadamente, de todos los talentos necesarios para la otra opción. También, y muy llanamente, porque hace muchos años que tengo totalmente metabolizada la igualdad originaria de los individuos que constituyen la subtribu evolutiva de los homininos. Me sentiría profundamente ofendido si alguien pensara que estoy haciendo alarde de “progresismo”. Llevo ya muchos años intentando usar la cabeza sin preguntarme un solo instante cuál de mis dos hemisferios cerebrales funciona en cada ocasión. La tentación hemipléjica está siempre al acecho. Además creo que mi feminismo, más que cualquier otra cosa tiende a denotar una pura arrogancia masculina. Padezco un profundo malestar ante los individuos o las culturas que necesitan subordinar la mujer para acceder al sentimiento de la existencia. Entre los portadores de aquella discapacidad es habitual la hinchazón del ego hormonal. Raras veces logra tapar inseguridad, amargura, malquerencia y sobre todo horizontes mentales tan grises y monótonos como la interminable estepa siberiana.
That is the question
Esto se puede explicar sin necesidad de meterse en camisa de once varas ideológicas. Podría recurrir, por ejemplo, a la vieja dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. Ya se acordarán: el amo era tan cautivo como el esclavo. Podría aducir también la pretensión, tal vez injustificada, de no verme incluido en la tipología de comportamientos masculinos que pertenecen al campo de estudio de los primatólogos. Podría exhibir la presunción, sin duda todavía más injustificada, de ser socio activo del círculo de la razón. Así y todo la mejor explicación será una metáfora…taurina. En estas columnas, durante la temporada y a veces fuera de ella, cual tardobíblico Jeremías de la venteña Andanada del 9, el maestro Márquez, deplora interminablemente y con encomiable criterio, la desaparición del toro bravo y encastado, sin cuya presencia se convierte en paripé y sinsentido el trajín del torero en el ruedo. Pues bien, para quien guste de alardear de viriles aptitudes, diría que sólo puede presumir de hombría de bien quien lidie con mujeres encastadas, valientes y absolutamente independientes.
Los más perspicaces habrán entendido que a punto estoy de echar mi cuarto a espadas en el ya sobado tema del manifiesto firmado, hace unos días, por unas cuantas feministas francesas disidentes. El lunes 8 de enero, día de su publicación, tenía la cabeza en otros quehaceres. Resulta que para hablar del tema, me citó a comparecer en un bar madrileño, afortunadamente confortable, una valiosísima amiga mía. Me apresuré entonces a leer el documento que me dejó perplejo y me pareció mediocre. Tuve la suerte casi inmediata de tropezar en el semanario francés “Le Point” con una recién horneada y larga entrevista con dos de sus tres redactoras, Peggy Sastre y la francoiraní Abnousse Shalmaní. Ya se venía notando que habían entrado las dos señoras en la segunda fase del proceso: donde dije digo digo Diego. Me presenté en la cita con la dicha entrevista cuyos términos, con cierta sorpresa mía, interpretó muy positivamente mi inteligente amiga. Al final me dirigió una especie de jaculatoria más o menos de este tenor: “Gracias a Francia por volvernos a brindar una muestra de su eterna vigilancia intelectual”. Traté de rebajar el nivel de exaltación lírica preguntándole si conocía el significado del adjetivo “francofrancés”.
Jinan, una víctima yazidí entre miles
En Francia, los periodistas lúcidos –allí también son pocos pero existen– han venido en llamar “francofranceses” aquellos interminables debates en que le gusta enzarzarse a la intelectualidad gala sin que tengan el más mínimo eco fuera de las fronteras del llamado Hexágono. Éste hubiese sido uno más de la larga serie si, como lo contaban sus propias redactoras, tras verse acosada al límite, la señora Deneuve no hubiese terminado rindiéndose y aceptando encabezar el manifiesto. Para la prensa extranjera, éste se convirtió inmediatamente en el “Manifiesto Deneuve”. Posteriormente, me pareció observar, con cierto asombro, que en las “redes sociales” sectores mentales, digamos rudimentarios, que ni siquiera lo habían leído –son escasamente propensos a esa práctica- creían que el manifiesto era un texto antifeminista, anti “feminazi” como les priva decir. En realidad, las tres redactoras del texto, la sicoanalista Sarah Chiche y las dos citadas, son conocidas activistas que trataban de mostrar su particularidad ideológica, cuidar de su nicho de popularidad y estimular la difusión de sus propios libros y publicaciones mediante el rentable recurso al gancho de la “estupendez”. Las separaban del feminismo “mainstream” cuestiones de detalle y algunas paradojas precipitadas y provocativas, como el famoso “derecho a importunar”, que se fueron desinflando día tras día como globo de feria. Siento decir que aquella tormenta en un vaso de agua sólo me produjo una inmensa pereza neuronal.
En cambio me ayudó a inferir otras repercusiones mucho más cruciales del conjunto de la actual ofensiva feminista. La amplitud del movimiento “#Me Too” oculta la gran diversidad de sus componentes ideológicos. Está claro que las activistas más virulentas tratan de reconducir las responsabilidades antropológicas de la violencia sexual masculina desde la cultura hacia la naturaleza. El hombre sería un cerdo “por naturaleza”. Advertiréis que se trata de un proceso intelectual inverso del que suele practicar históricamente la izquierda, que casi siempre tiende a “desnaturalizar” primero para “culturalizar” después. Esto me produce cierta extrañeza. En un principio, encabezó el movimiento el sector femenino de la farándula americana. Señoras tal vez bastante más rubias y presumidas que cultas y reflexivas. Otro motivo bien podría ser el propósito, dentro del clásico marco de la culpabilidad occidental, de exonerar de responsabilidades los protagonistas de los numerosos acontecimientos al estilo de los que se produjeron en Colonia, durante la Nochevieja de 2016. Y, de paso, exonerarlos de antemano por los que se produjeren. Los culpables son casi siempre los mismos: aquellos que “las y los” profesionales del Bien llaman “víctimas poscoloniales”. A partir de ahora las almas limpias podrán decir que quienes suelen acosar despiadadamente a las jóvenes occidentales no lo hacen por culpa de sus dogmas y prejuicios oscurantistas sino en tanto que cerdos genéricos. Ya lo dijeron en su momento algunas feministas de izquierdas: en Colonia los responsables habían sido los hombres “en general”.
Lilith (John Collier. 1850-1934)
Hace unas pocas semanas vi un conmovedor programa de televisión dedicado a las mujeres, cristianas, musulmanas o yazidíes que padecieron violaciones en Siria o en los territorios dominados por el sedicente Estado Islámico. El relato de sus sufrimientos, en primera persona, por parte de aquellas que habían tenido la suerte aparente de sobrevivir, ponía los pelos de punta. Pero lo que además dejaba la razón al borde del infarto cerebral era la aterradora unanimidad con que todas, una detrás de otra, contaban que, después de la atrocidad de la experiencia a manos de sus verdugos, las esperaba una segunda parte, sicológicamente todavía más trágica, a mano de sus “familiares”, padres o maridos. La “concepción” musulmana de la mujer las imputaba como responsables de sus desgracias y las consideraba definitivamente mancilladas y deshonradas. En varias ocasiones, genitores y cónyuges “lavaron su honor” en la sangre de la hija o de la esposa que venía de padecer lo indecible. Muchas se suicidaron. Todas vivían solitarias, abandonadas y erráticas, a veces criando el producto de la violación, expulsadas de toda posibilidad de acogerse al calor de los deudos.
En las “cités de banlieue” francesas, o sea las barriadas periféricas, suele haber mayoría de población musulmana cuando no se trata de la totalidad. Allí es impensable -soy consciente del peso de la palabra- que una chica pasee vestida con falda. He dicho falda, no minifalda. Será inmediatamente “importunada”, acosada por “kafir”, o sea impía o por “francesa”, casi lo peor. Las chicas que pasean por la “cité” y no han optado por irse tapando con capas textiles progresivamente más compactas y lúgubres, lo hacen con chándal de deporte. Pero estas son las desvergonzadas. Las buenas chicas se quedan en casa. Los censores y los vigilantes de la integridad y el pudor de las chicas de 18 o 20 años suelen ser los hermanitos pequeños, de 8 o 10 años que disfrutan una barbaridad controlando despiadadamente el maquillaje o el atuendo de la hermana mayor y manteniéndolas atadas y bien atadas. Existen algunas heroínas. Cogen el tren de cercanías y se van a Paris con la minifalda y los tacones guardados en el bolso. Luego se cambian en los servicios de algún bar o centro comercial. Se la juegan cómo las pille algún hermano mayor o amigo del hermano, entre dos agresiones o peleas.
Bella de día (Buñuel, 1967) El erotismo manifiesto
Cuando veo a las feministas europeas discutiendo del sexo de los “cerdos” masculinos como si desconocieran la realidad de semejantes contextos, me confieso incapaz de resistir a la facilidad retórica de considerar que también están hablando del sexo de los ángeles. No creo que corresponda a una estricta verdad histórica la idea de que los prelados bizantinos estuviesen discutiendo del sexo de las criaturas aladas mientras los musulmanes turcos batían, en 1453, las murallas de Constantinopla. Pero, a veces, la situación actual me parece irresistiblemente parecida. No les falta razón a las firmantes del manifiesto cuando denuncian una inexorable tendencia a la pudibundez. Una de ellas, Catherine Millet, conocida personalidad del mundo del arte, publicó en 2001 un libro titulado “La vida sexual de Catherine M.” (Anagrama 2015). Si intento dar cuenta de aquella autobiografía generosamente “hombreriega” en términos de desenfadada promiscuidad o de animadas efusiones colectivas, pecaré de moderantismo. Aquella admirable señora decía hace unos días que hoy las editoriales posiblemente rechazarían su libro. Tiendo a preguntarme en qué medida la presión de los “valores” islamistas ya no está lastrando solapadamente nuestras opciones y decisiones intelectuales. Según algunas leyendas hebreas, la primera mujer creada por Yahvé, no habría sido Eva, sino Lilith. Pero Lilith le dijo a Adán que ella era su igual y que también tenía derecho a copular encima de él. El dios “heteropatriarcal” se cabreó y la transformó en súcubo. La sombra de Lilith planea sobre el manifiesto de las “disidentes”. Pero no han sabido proclamar con la necesaria claridad y orgullo su fascinante filiación.
La práctica sexual de los mamíferos, en principio simple accidente de la perpetuación de las especies, en la nuestra se convirtió en el acto hominizador, transgresor e identificador por excelencia. Relean a Georges Bataille que también entendió hasta qué punto era al mismo tiempo un acto eminentemente estúpido, mecánico y prosaicamente animal. “Mire uzté, Don Juan”, me decía hace muchos años un señor de Córdoba que se negaba a apearme el tratamiento, “donde hay ganas de jodé, no hay libro que valga”. Las manifestaciones más burdas, depredadoras y miserables del deseo sexual suelen ser propias de la masculinidad. Pero a veces tiendo a pensar que siguen siendo hombres los únicos que han sabido entender, engrandecer y contar tan extraños comportamientos como son los humanamente sexuales. Son a la vez un vía crucis y la única prueba de que el paraíso existe. Tanto más paraíso cuanto menos eterno: aquello que fenece siempre antes de ser. Son la ejemplar aporía que llamamos deseo: si está vivo, está frustrado; si satisfecho, está muerto. Y así, donde mejor intuye el hombre su condición es en la estúpida tristeza de “la petite mort”. Los hombres sabemos que la sexualidad es aquello que, sin transición, pasa del núcleo atómico de la totalidad existencial a la rastrera experiencia de la miseria hormonal. No hay mejor prueba “a contrario” de su grandeza que la sublime frase atribuida a Luis Buñuel, cuando su libido desertó del campo de batalla: “¡Vaya peso que me he quitado de encima!”. Solo veo a la Santa Teresa de Bernini para aportar un mínimo contrapunto femenino. Son necesarias y meritorias todas estas señoras que vienen desenredando los tristes mondongos del verraco de la especie. Dudo de que también entiendan algún día hasta qué punto para nosotros la vereda de la sexualidad, no es solamente empinada, sino también grandiosa, vertiginosa y -yo diría que por suerte- desesperada.
¡Qué peso me he quitado de encima!
Pero entiendo perfectamente que las vicisitudes de nuestra testosterona sean un mínimo detalle frente a los envites actuales. La sociedad occidental es la única que haya postulado la igualdad de los sexos. Ninguna otra sociedad, étnica o histórica, lo ha hecho jamás. Nadie concede ya crédito a las teorías de la arqueóloga lituana Marija Gimbutas (1921-1994) sobre matriarcado primitivo, que tan pregonadas fueron, un tiempo, en ámbitos feministas. Pocas sociedades encontraréis tan “machistas” como los Baruya o los Sambia de Nueva Guinea. Las mujeres son grises, feas, harapientas y machacadas. Ellos son petulantes, pintarrajeados, atravesados por colmillos de jabalí, cubiertos de abalorios, tocados con plumas multicolores. Arrebatados a las mujeres a tierna edad, los niños son llevados a la gran casa colectiva de los hombres. Para los Baruya y los Sambia, el semen masculino es la poción mágica. De modo que los niños se crían alimentándose “directamente” del semen de los jóvenes guerreros. No hará falta ser más explícito.
Los Sambia de Papuasia y su aporte proteínico
“Sabemos ahora que las civilizaciones son mortales. Sentimos que una civilización tiene la misma fragilidad que una vida”. Pues sí. Elementary dear Paul Valéry (1919). Lo que pasa es que la agónica civilización occidental ha estado siempre obsesionada por documentarlo todo, luces y sombras, crímenes y grandezas. Desde el padre Las Casas hasta los propios nazis, que anotaron e inventariaron la Shoah, lo registramos, apuntamos y comentamos todo. Fuimos la civilización de la Historia, es decir de la letra obsesivamente escrita. En Israel, las investigaciones de Israel Finkelstein llevan años mostrando cuán reñidos están los resultados de la arqueología con los episodios de la peli bíblica. También hace años que al señor Finkelstein se le van poniendo cada vez más farrucos aquellos que prefieren la peli a la realidad. Por fin hay culturas donde a nadie se le ha ocurrido nunca que hubiese alguna realidad que no fuera la de la peli. En la Meca está prohibida toda actividad arqueológica por si las moscas fastidiasen la ortodoxia coránica. Hay constancia de que se han destruido numerosos e incómodos hallazgos. Muy significativo fue el profundo malestar provocado por el hallazgo, en 1972, de los palimpsestos yemeníes de Sanaa. La Verdad es la Verdad y no necesita demostración ni documentación. No descarto que en un plazo razonablemente corto, la nueva civilización dominante destruya y olvide –síndrome de los Budas de Bamiyan– todas las huellas de la nuestra. Puede llegar un tiempo en que nadie recordará, nadie imaginará siquiera, que pudo existir alguna vez una cultura que concibiese y llevase a la práctica la igualdad de la mujer y del hombre.
Bernini. Santa Teresa. ¡Dios!