domingo, 17 de mayo de 2020

Alta cultura



Ignacio Ruiz Quintano

Que lo que podemos llamar la «alta cultura» está hoy representada por la Prensa y los negocios, mayormente. La chufla ha sido recogida aquí por el sabio Sánchez Ferlosio, citando, eso sí, a Mr. Stephen Jay Gould, de Harvard, que va en serio. Dicho al modo shakesperiano, vivimos donde la confusión ha consumado su obra maestra: hacer del gato por liebre un culto, llamando a la liebre «acicalado lepórido». Basta con sustituir el poder del conocimiento con el poder de la opinión, que viene dado por la fama o por la juventud.

Para el público americano de encuesta, la celebridad más idónea para ocupar la Casa Blanca es el locutor Walter Conkrite, que lo único que ha hecho en la vida, el hombre, es leer el telediario. Esto es un ejemplo del poder de la opinión avalado por la fama. Y un ejemplo del poder de la opinión avalado por la juventud sería el niño prodigio Carlitos Bueno, de «Crónicas marcianas», aunque ni el niño ni el programa sean nuevos. Al fenecer el Barroco, que jaleaba a la juventud mística, la Ilustración española, en su afán por secularizar los milagros, apostó por los espectáculos con niño prodigio. En Salamanca hizo mucho ruido el caso del infante Juan Picornell, fenómeno de la naturaleza y la enseñanza, glosado en el poema «La niñez laureada», del lírico local Iglesias de la Casa. Y también, en Valladolid, el de Teodoro María de Prada, glosado en el «Diario Pinciano», un semanario histórico, literario, legal, político y económico que salía los miércoles, como ocurre ahora con «El Jueves».

Pulgón de todos los concursos, este Prada, que vivía de montárselo de chiquillo -nadie le echaría más de siete años-, comparecía a nombre del Cuerpo Patriótico para ser examinado en las materias del ensayo literario ante las personas más distinguidas de la ciudad, e improvisaba durante horas los más disparatados alardes sobre la Política, la Geografía y la Historia Sagrada, Eclesiástica, Romana y Profana en general, sin otro asidero que el que podía proporcionar una orquesta de siete músicos que tocaban en los intermedios con delicadeza y primor.

La «alta cultura» ha devenido en copia de la «alta costura», y en los «media», como en las pasarelas, el público pide más juventud con la misma voracidad que los centrocampistas corretones piden más cuero. Debe de ser lo que el rector Puyol, en su discurso de elogio de la Prensa con motivo del «honoris causa» de Umbral, llamó «culturizar la modernidad». Hasta encontrarlo en un discurso rectoral, «culturizar» le sonaba a uno a inglesajo de fidelizador, ese personaje de nuestro tiempo que culturalmente hace las veces de aquel sacristán que en las «Divinas palabras» de Valle-Inclán desarmó la cólera del pueblo con unos latinajos. Antes con el latín y ahora con el inglés, la magia del «ajo» como sufijo se basa, según Alfonso Reyes, en usar en parte el privilegio de la lengua eclesiástica, pero en parte también el valor de encantamiento acústico de la lengua desconocida. Esta forma de trapisondear la consagraron los sacerdotes egipcios, pero hoy, ¿quiénes son los cultos y dónde se encuentran?

En la época de Quevedo, los partidarios del esoterismo «culturizador» se tenían a sí mismos por cultos, pero sus detractores los llamaban «culteranos», que rima con luteranos, y Quevedo se desahogaba llamándolos «culteros», que pega con culeros, lo cual que la democracia alfabetiza, pero no «culturiza», al menos en esa proporción que presumen los representantes de la «alta cultura» actual, que para Mr. Gould es la Prensa. «Culturizarse» por la Prensa es llegar a conclusiones tan extravagantes como la de que el milenio empieza en el 2000 o la de que el fundador de la democracia liberal es Montesquieu, y todo porque su nombre lo dio Alfonso Guerra en un funeral constitucionalista. Podía haber dado el de Licurgo, el de Solón o el de Maquiavelo, pero dio el de Montesquieu, y se ve que para los periodistas Montesquieu tiene un qué sé yo que sólo lo tiene Montesquieu.

Rafael Sánchez Ferlosio

«Culturizarse» por la Prensa es llegar a conclusiones tan extravagantes como la de que el milenio empieza en el 2000 o la de que el fundador de la democracia liberal es Montesquieu, y todo porque su nombre lo dio Alfonso Guerra en un funeral constitucionalista. Podía haber dado el de Licurgo, el de Solón o el de Maquiavelo, pero dio el de Montesquieu, y se ve que para los periodistas Montesquieu tiene un qué sé yo que sólo lo tiene Montesquieu