lunes, 2 de septiembre de 2019

Tinto de Verano (Folletín ecológico canicular) Capítulo 6. Sobre automovilidades

París y sus límites


Jean Juan Palette-Cazajus

Después del paisaje, lo lógico hubiese sido hablar de la ciudad. Me eché atrás por muchas y muy buenas razones. La primera porque me di cuenta de que no sabía bien qué cosa era realmente una ciudad. Porque advertí que, inconscientemente, el paradigma urbano que seguía anidando en un rincón de mi cabeza correspondía en el fondo a las ilustraciones de mis escolares libros de historia: la ciudad como un un concentrado de casas encerradas dentro de un recinto amurallado que las separaba radicalmente del campo. Tirando del hilo mental entendí también que aquella pueril visión seguía siendo influida por la realidad del excepcional paradigma parisino, donde las actuales autovías periféricas vinieron prácticamente a ocupar el trazado del último sistema fortificado que rodeaba la capital y siguen separando nítidamente la ciudad histórica de su periferia. Tal vez se trate del único ejemplo de gran ciudad que siga correspondiendo más o menos a un concepto abstracto e histórico. El casco urbano de París apenas llega a los 100 km². Madrid tiene 604 km², Berlín 900, Roma 1285, Londres 1572, México 1500,  Tokyo 2200 y Pekín -se podía esperar- se extiende sobre... 16400 km².

Cada una de las capitales mencionadas tiene realidades históricas y urbanas muy particulares. Las cifras de las superficies urbanas nada nos dicen sobre las identidades de cada una. En cambio, combinadas con el número de sus habitantes, sirven para llegar a una percepción general del concepto de ciudad menos ingenua y algo más realista que en el caso de mi fantasma inicial. A partir de las cifras podemos atrevernos a una definición minimalista en tanto que espacio mayoritariamente artificializado y con un nivel de densidad humana que permite diferenciarlo con claridad de los territorios naturales o rurales que lo circundan. Apenas enunciada la definición surgen los problemas, porque el progresivo fenómeno de “sprawl”, como dicen los anglosajones, es decir de dispersión y diseminación urbana, la relativiza y cuestiona cada día más. Hasta el punto de que ya es perceptible en muchos países la tendencia hacia un tipo de urbanización difusa y generalizada que aqueja y banaliza la mayoría de los territorios. Esta evolución histórica no hubiese sido posible si durante el último siglo nuestra civilización no se hubiese edificado progresivamente sobre la preeminencia y el monopolio del vehículo autopropulsado de combustión interna, más conocido como “coche” por mor de la comodidad expresiva. También llamado “automóvil”, pero hay motivos para considerar semejante denominación como inexacta e impropia.

Contaminación sobre México

Durante toda la historia anterior a este tipo de vehículos, el aspecto, el tamaño y el modo de vivir en las ciudades fueron determinados por las llamadas “métricas pedestres”. Es decir que la escala del espacio urbano venía absolutamente determinada por la velocidad y las capacidades de desplazamiento del peatón. Es el espacio que suele corresponder con frecuencia a lo que solemos llamar, cuando sigue existiendo, la “ciudad histórica”. Durante poco más del primer tercio del siglo XX el ómnibus, el tranvía, el metro, permitieron ampliar la escala de la ciudad sin infligirle rupturas realmente espectaculares, al menos si las comparamos con las actuales. Las distancias seguían prácticamente reducibles a las métricas pedestres pero aportaban mayor velocidad y comodidad a quienes vivían en los nuevos límites. A partir de la mitad del siglo XX es fácil comprobar que la exponencial extensión y dispersión del panorama urbano corren absolutamente paralelas con la democratización acelerada del vehículo individual de combustion interna. Hasta hoy.

Llegados a este punto se imponen dos reflexiones. Parece que en primer lugar debemos entender que la ciudad, entendida como foco de cultura, de vida intelectual, de desarrollo humano, de convivencia inmediata, pero también como laboratorio de la sociedad y como teatro -en sentido literal-  para las actuaciones de la historia y de la violencia social, fue la que correspondía a las métricas pedestres. De su derrame posterior, de sus dispersas y nuevas métricas generadas por el uso intensivo del motor de combustión se han derivado visibles cambios sociológicos, pero más difíciles de inferir son los posibles cambios notables para “el proceso de civilización”, como rezaba el clásico título de Norbert Elías. Ciertamente no olvidaremos que el poeta belga Emilio Verhaeren ya pudo escribir en 1895 un conocido poemario titulado “Las ciudades tentaculares”. El escritor deploraba que el humo de las locomotoras y la civilización industrial extendieran sus jirones de miseria  y negrura en la periferia de las ciudades hasta degradar la ruralidad. Pero no tenemos ninguna evidencia de que los cambios profundos en las condiciones de vida pudiesen ser una consecuencia de  la progresiva hegemonía del vehículo de combustión interna.

1887

En todo caso aquello nos aboca a la segunda reflexión. La misma que, casualmente, hace unas pocas semanas, llevaba la revista “The New Yorker” a titular con la pregunta que debemos hacemos ahora: “Was the Automotive Era a Terrible Mistake?” Las respuestas del prestigioso medio americano sólo podían ser frustrantes. Forzando un poco unas antiguas reflexiones de Lévi-Strauss, diremos que hay preguntas necesarias que sólo pueden tener respuestas contingentes y respuestas que nunca encontrarán la pregunta que necesitaban. Hoy no hay posible respuesta a la legítima pregunta del “Newyorker” que no resulte fundamentalmente absurda. “Las decisiones que engendran los procesos humanos y técnológicos, lo hacen descartando definitivamente del campo de los posibles todo el repertorio de las alternativas que fueron ignoradas o desechadas” (autocita del cap. 4, un poco arreglada). El coche individual se ha vuelto esencial y orgánico en nuestras sociedades. Ha generado un tipo de espacio económico y productivo que lo hizo imprescindible en tanto que herramienta laboral y medio de transporte. Pero sobre todo ha modificado el contenido cerebral de sus utilizadores en la misma medida en que ha cambiado radical y definitivamente nuestros entornos. Sin duda su aparición fuese inevitable en la medida en que siempre se mostró como un catalizador extremo de algunas tendencias innatas requeridas por nuestro sistema económico: lo mismo rivalidad y ostentación que aislamiento y repliegue individual. Sigue siendo un marcador cotidiano de estatuto social. También el único producto industrial que, curiosamente, sigue despertando a la vez fantasmas de independencia y ansias de cobijo fetal. Y un objeto que todavía llega a generar comportamientos adictivos.

Ámsterdam

Pero la realidad es que el coche es hoy por hoy el único producto de alta tecnología cuyas potencialidades son estricta y sistemáticamente inutilizables en el uso práctico: su velocidad ha sido limitada, su disfrute y sus posibilidades de desplazamiento son casi siempre constreñidas por la profusión de otros ejemplares de la especie, a veces hasta la inmovilización. Por ello su uso en el centro de las ciudades siempre fue eminentemente absurdo. Hasta el punto de llevarnos a olvidar sus no por sempiternas menos evidentes consecuencias ambientales: el coche individual es responsable del 50 al 60% de las emisiones contaminantes en las grandes aglomeraciones. Se habla de 31520 fallecimientos por ese motivo en España y en 2017. Quienes patalean con grandes aspavientos contra lo que consideran nociva invasión de la ciudad por la bicicleta, asumen con naturalidad su anterior colonización por el vehículo autopropulsado de combustión interna. Más allá del estupor se impone la inquietud. Podríamos pensar que se trata de una muestra paradigmática de “misología”, de desprecio o de incapacidad para las prácticas discursivas de la razón. Pero recurrir a lo que las drogadicciones nos han enseñado sobre los comportamientos adictivos nos ayudará a entender mejor los fenómenos de dependencia hacia el tótem combustivo. Hace algunas semanas el filósofo Antonio Valdecantos expresaba perfectamente esta relación de dependencia totémica: “cuando velas por tus derechos como usuario automovilístico, los que en realidad defiendes son aquellos que tu coche reclama para sí, arrastrándote como a un remolque. […] Una vez lo elegiste tú a él, pero, desde entonces, él es tu señor más celoso y no serás capaz de escatimarle nada de lo que te exija”.

Atasco en Pekín

En todo caso sólo debería ser definido como “automóvil” aquel ser vivo cuyos músculos responden a las estímulos del sistema nervioso central para iniciar y realizar un desplazamiento. Ningún artefacto técnico responde a esta definición. En cambio, “semoviente” es palabra que también corresponde a la misma realidad. Pero curiosamente si la primera pasó a designar un tipo de vehículos, la segunda palabra suele definir jurídicamente el ganado. La rutina nos ha llevado una vez más a interiorizar una impostura semántica. En todo caso tanto la una como la otra definen la “automovilidad” como el producto exclusivo de la actividad física del individuo. Después del peatón, solo la bicicleta corresponde también a esta definición. En este sentido aparece como el único artefacto técnico pensado a escala humana y capaz de una notable multiplicación de las posibilidades físicas del individuo humano sin pasar por el paradigma de la combustión. Pertenece al mundo de las métricas pedestres, pero a la vez es un artefacto técnico cuyas posibilidades lo sobrepasan ampliamente. Por esto las tres movilidades requieren una cuidadosa separación en el espacio. Absolutamente vulnerable ante el coche, la bicicleta se convierte en pesadilla cuando usurpa el espacio del peatón. Civilidad, sociabilidad y urbanidad tienen una común definición en el DRAE. En la ciudad de las métricas pedestres sobra el vehículo individual y el espacio debe privilegiar separadamente peatones, ciclistas y transportes en común.

No hay realidad humana sin jerarquías y las “movilidades urbanas”, como dicen los técnicos, no son una excepción. Y como suele ocurrir casi siempre, la jerarquía concreta no suele reflejar la de los valores. Ésta la encabeza evidentemente el peatón cuya percepción espontánea de la ciudad le permite acceder a la verdadera escala  de sus espacios. Pero ante todo, y siempre que desee renunciar a la rutina, la percepción del peatón es inmediatamente vivencial e incluye a cada paso dimensiones afectivas, estéticas, sociológicas y otras. Buenas partes de tales vivencias ya desaparecen en bici,  mientras el coche anula prácticamente toda perspectiva vivencial de la ciudad además de trastornar las escalas perceptivas.

Intrusismo

A todo esto ¿qué hacemos con el nuevo Alien? ¿Qué hacemos con el patinete eléctrico? Y quien dice patinete eléctrico dice también la restante gama de ocurrencias tecnológicas, innecesarias pero necesitadas de un mercado, como los llamados Segway y otros monoruedas. Desde un principio hay que seguir las ansias del actual autismo individualista, tan intenso como chatas sus perspectivas, fácilmente gratificado con la adquisición puntual de los nuevos gadgets que halagan el ego y por un tiempo le dejan a uno en la gratificante cresta de las minorías innovadoras. Por supuesto nunca entran en línea de cuenta los perjuicios sociales ocasionados. En realidad lo que todavía se pueda inventar con dos ruedas es muy limitado y a poco que nos paremos a  reflexionar nos daremos cuenta de que los últimos engendros son la perfecta ilustración de nuestro propósito del día. El estado de la cuestión nos habla de un artefacto que trata de aprovechar el probablemente definitivo desprestigio urbano tanto del coche como del motor de explosión. La fórmula consiste en juntar la corrección ambiental de la bici y de la electricidad por un lado con la comodidad del motor por otro. El cual artefacto no es más que un preexistente juguete motorizado, confirmando de paso  la dificultad de inventar un concepto nuevo. De modo que el insoportable infantilismo zangolotino que desprenden los usuarios del patinete es una dimensión perfectamente asumida por ellos. Ellos piensan aparentar la nueva inocencia de un mundo silencioso, limpio e inofensivo. Pero saben también de su pertenencia al despiadado individualismo autista de los contemporáneos. Como saben lúcidamente del carácter invasivo y depredador de sus correrías por el espacio urbano.

El patinete eléctrico responde perfectamente a la definición de especie intrusiva. No cabe de ninguna manera en la tripartición ideal de la movilidad urbana. Sería aberrante y catastrófica su intrusión en las ciclovías. Para seguir con las comparaciones biológicas, si fuese posible una taxonomía cladística de la evolución de los vehículos, diríamos que mientras por su apariencia el patinete remite a la bicicleta, la presencia del motor es un carácter ancestral que demuestra su absoluta pertenencia a la familia del coche. Si pasamos ahora de la taxonomía científica a un tipo de clasificación más subjetiva de las movilidades urbanas, entonces llamaremos “virtuosas” las “automovilidades” del peatón y del ciclista. Llamaremos “corruptas” las movilidades motorizadas individuales y “paravirtuoso” el recurso a los transportes en común.

Automóvil