Abate Sieyes
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
La última vez que España estuvo en la lona corría 1808, cuando todas sus instituciones decidieron traicionar a la Nación. Entonces nos noqueó Napoleón y ahora puede noquearnos el “derecho a decidir”, nombre académico del “cojonudismo español” (votar lo que nos salga de los huevos donde, cuando y como queramos), que es la aportación de España a la teoría política.
–El derecho a decidir no es de Cataluña, es de toda España –corrige Rajoy, que invoca la “soberanía popular”.
El “derecho a decidir” se inventó en Atapuerca y describe lo que Hobbes llama “estado de naturaleza”, donde la vida del hombre es “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”.
Si Rajoy fuera devoto de la Semana Santa sevillana habría visto a los armados de la Macarena con el estandarte “SPQR”, “Senatus Populusque Romanus”, que indica que, en Roma, civilización superior a Atapuerca, la autoridad y el poder (los dos elementos del gobierno) no tienen la misma fuente: el poder viene del pueblo, pero la autoridad reside, no en las leyes, sino en el Senado, sede de los padres fundadores, símbolo que en Estados Unidos encarna la Corte Suprema, una “Asamblea Constitucional en sesión permanente” (nada que ver con nuestro TC, devenido en agencia de mensajería de los partidos políticos).
En el Absolutismo la soberanía era el rey, pero los franceses, que iban de romanos, le cortaron la cabeza, lo que aprovechó el abate Sieyes, más bragado que el obispo Blázquez, para apropiarse de la soberanía para la nación.
Pero, sin la autoridad, la nación sólo era un poder ciego, el de la supuesta voluntad de una multitud, cambiante por definición, que trajo primero a Robespierre, cuya nostalgia de absoluto lo llevó a meter un Ser Supremo en casa como si fuera el Gran Poder de Lopera, y luego, ay, a Napoleón (“¡Yo soy el ‘pouvoir constituant’!”), que tan malos ratos nos dio a los burgaleses en Gamonal.
Fuera de Atapuerca, el “derecho a decidir” (con o sin papeletas) no es de Cataluña, pero tampoco de España. Ni de nadie.