Ignacio Ruiz Quintano
Abc
El moralismo de gorro frigio (mil veces más dañino que el de bonete eclesiástico) bracea contra la “teoría del amor” expuesta por una Infanta en un Juzgado.
Si hubiéramos leído al Séneca, sabríamos más del amor. Sabríamos que amar a una Silvia pálida y ausente es bello y poco comprometido, pues lo terrible es amar a una Lola dura y urgente, que nos apremia, calendario en mano: “Entonces, ¿para el mes próximo, la boda?”
–Todo el siglo pasado transcurrió enamorándose con nombre de Constituciones, República o Monarquía, de unas Silvias ideales y decepcionándose de unas Lolas concretas.
En el romanticismo español, la prueba del amor siempre fue invitar a la novia a pan y cebolla.
Y no estaba tan mal pensado: la cebolla, como sabemos por la Lozana Andaluza, “abre mucho”, pero llena poco, ahorrándonos las sobremesas, que es cuando se dicen del amor las cosas más cursis (Platón a los postres de “El Banquete”).
Con el romanticismo acabó la rebelión erótica (hija de la abundancia y la democracia), formulada en España por el boxeador Luis Folledo en confidencia a José-Miguel Ullán: “Lo único importante en esta p… vida es saber dónde está el hormiguero para meterla”.
Ya en los 70 ve Octavio Paz que la rebelión en el hormiguero significa el derrumbe de los valores dominantes. La sexualidad deriva en ideología: la industria convierte el erotismo en un negocio; la política, en una opinión.
Y ve que la excepción erótica desaparece como tal: pasa a ser una inclinación natural. Pero que reaparece como disentimiento: el erotismo se constituye en crítica política.
–El sexo se vuelve crítico, redacta manifiestos, pronuncia arengas y desfila por calles y plazas. Es un predicador, y sus discursos, un llamado a la lucha: hace del placer un deber.
El puritanismo al revés.
En estas condiciones, más el minijob que no da ni para invitarla a un vermú de grifo de Reus, hay que ser Carlos Ray Norris, Chuck, para echarse novia.