BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
VEINTIDÓS
Madrid, Cuenca, San Sebastián I
El estudio madrileño de Bonifacio tiene aspecto de guarnicionería, aunque ahora lo quiere reformar.
Está en la calle de la Cabeza, que es una calle de piadosos santiguos y vehementes chistidos: arranca de la de Jesús y María y desemboca en la de Ave María, o al revés.
Dicen que en esa calle vivió un cura rico con un criado acucioso que terminó cortándole a su amo la cabeza, y se refugió en Portugal hasta que, olvidado el asunto, se vistió de caballero y pudo regresar. Un día compró en el Rastro una cabeza de cordero para asar; cuando la llevaba escondida en la capa, la cabeza comenzó a sangrar, y un alguacil, intrigado, quiso inquirir; entonces apareció por milagro la cabeza del cura, con lo que el infame criado confesó su crimen y murió ajusticiado en la plaza Mayor.
Ahí vive Bonifacio.
Es el barrio del Apolo, con su zarzuela y sin su garrotín, ni su machicha, ni su cake-walk, ni su eco de vicetiple, ni su sicalíptico cuplé.
A Bonifacio le gusta el barrio “porque hay gitanos”, y a Bonifacio, como le ocurría a Zuloaga, le da gusto tratar con ellos, que tienen mucho cuento. Zuloaga hasta declinó una invitación del Gobierno peruano para asistir a las fiestas del centenario de Ayacucho porque los gitanos, que cuando quieren ponderar la lejanía de un lugar siempre dicen “más lejos que Lima”, lo tenían convencido de que Lima estaba en el fin del mundo. Y a la una de la noche, o a la una de la mañana, porque la una es esa hora impar que lo mismo une que divide el día y la noche, muchas veces se le cuelan a Bonifacio en casa sus amigos Menese y Manuel El Agujetas, que cantan, con Juan Maya, hasta el alba, o hasta que una vecina insomne se asoma a la buhardilla y grita: “¡Que quiten ese disco!”
En el barrio de Bonifacio todavía hay traperos que entran en la taberna de Frascuelo y que con dejo chulesco piden para el caballero lo que quiera y para el caballo una torrija. Es la taberna de Antonio El Navarro, frecuentada por la viuda del faquir Daja Tarto, que cuando toma coñac todo el mundo la mira como si fuese a comerse la copa.
A dos zancadas, además, está la plaza de Santa Ana, con su cervecería donde tratar con los marchantes como Dominguín padre trataba con los apoderados; con su restaurante taurino para verse con los toreros y con los flamencos, y con su hotel de Manolete, que ha remozado el bar de las tertulias de San Isidro, aunque Bonifacio prefiere, y más si ya es de noche, las juergas flamencas de Casa Patas y Candela.
Bien mirado, Bonifacio lleva en Madrid la misma vida que en Cuenca, la cuna de Daja Tarto. Si se le pregunta, entonces, por qué vive en Madrid, no sabría explicarlo. Sabe bien, eso sí, que si no es absolutamente necesario ir a Cuenca para llegar a ser pintor, es, en cambio, completamente necesario volver. Y por eso está en Madrid: porque ha vuelto.
Diríase que en Madrid Bonifacio vive para ver, ve para creer, cree para pintar y pinta para vivir. De vez en cuando, eso sí, hace una escapada profesional a Cuenca o una escapada sentimental a San Sebastián.