BONIFACIO
Turner, 1992
Ignacio Ruiz Quintano
XXXI
El ojo del cangrejo que espía al monstruo camuflado II
En las galerías se oyen quejas de que últimamente no se vende tanto como antes, y Bonifacio dice que lo que a los buenos pintores conviene es que no se venda. Dice:
“¿Que no se vende? Pues mejor. Esto era un chollo. Aquí se habían metido a pintar incluso los hijos de los millonarios, y ahora, si no hay perras, abandonarán. Claro que abandonarán. ¿Qué van a hacer, si no? Y entonces aguantaremos los que siempre hemos aguantado”.
La pintura de Bonifacio, con estas cosas, ha puesto por cima de todas las virtudes la originalidad, que es hija de ese instinto exclusivo de los artistas privilegiados para ver el fondo monstruoso de las formas.
Para Bonifacio, el fondo monstruoso de las formas está visible en las manchas de las baldosas o en los revoques descascarados de las paredes, que son los surtidores comunes de Bonifacio, con su ojo de Tártaro, un ojo en medio de la frente, el ojo redondo del sol. “Tú sales de la mancha –le dijo Matta a Bonifacio una tarde en su casa–, eso es lo bueno, es el gran consejo de Leonardo. El único problema es que la gente no te sepa leer, pero yo leo muy bien, y me gustan esas líneas. Son líneas muy buenas, tienes que limpiar los cuadros, porque pasan las cosas unas sobre las otras. Es una cuestión de cocina. Yo me he hecho una reserva de líneas poco conocidas, como por ejemplo, los huevos del piojo, y cosas así que nadie conoce… O la enfermedad del hígado de una oveja… Entonces es muy divertido, y te ocurren cosas como las conversación es entre Sancho y Don Quijote sobre las artes militares y las letras. Y esto tuyo está lleno de ideas. Si hubiera una especie de pintor millonario que quisiera pintar, te compraría todos los cuadros; escogería, y no le diría a nadie de dónde sacó las ideas…”
En las vigilias de Bonifacio, como en las vigilias de Thomas de Quincey, parecen desfilar esas vastas procesiones de lúgubre pompa, esos frisos de historias inacabables y tan tristes y solemnes como si procedieran de Edipo… “Bastaba –confesó De Quincey– que imaginase en la oscuridad las cosas que pueden representarse visualmente para que asumieran al instante la forma de fantasma del ojo”.
Mas lo que en De Quincey responde a los embelecos del opio, en Bonifacio es efecto de una facultad mecánica del ojo: su ojo de cangrejo espía al monstruo que se camufla en un desconchado; la paciencia y su mano de cobra hacen el resto.
Acaso sea eso lo que Octavio Paz llamó ascetismo de la visión: “Que la mano obedezca al ojo y no a la cabeza, hasta que la cabeza deje de pensar y se ponga a ver, hasta que la mano conciba y el ojo piense”.
De ahí que se diga que los pintores, al revés de lo que sucede con los poetas, creen sus obras más frescas al final de sus días, que es cuando logran ver como niños.
El ojo hace el objeto.
Si el ojo hace el objeto, Bonifacio está con Duchamp, y también en la necesidad urgente de desaparecer de la superficie para volver al útero materno del underground y ser, de nuevo, “el pez que grita”.
Al hablar del infierno o del paraíso, Bonifacio, sin desdeñar la importancia de las creencias, contesta igual que quien no está muy seguro de que haya otra vida: “He vivido como todos, quiero morir como todos, quiero ir donde van todos”.
Bonifacio tiene la pura sencillez que sólo se da en los genios.
Matta y Bonifacio
FIN