Johnson con el juez Abe Fortas, julio de 1965
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Que un hombre tan ajeno a la cursilería como Lyndon B. Johnson lamentara lo poco que se le agradecía su trabajo para contener a sus generales en lo de Vietnam (“No tenéis idea de lo que harían si no estuviéramos aquí nosotros para pararlos”) hace que el miedo de uno sea menos a las bombas atómicas que a las cabezas de quienes pueden tirarlas en esta fiebre del sábado-noche geopolítica que tiene a los cursis de aquí bailando un “moonwalk” demencial de palomas en Cuelgamuros (huy, firmar un bien de interés cultural no, ¿y si se entera Bolaños?) y halcones en el Dombás (huy, qué bien Borrell, destrucción mutua asegurada, sí, sí, sí).
No está mejor la cosa por ahí fuera. Macron, el tío que más palos ha pegado a los franceses desde la Ofensiva del Sarre, se ha mostrado recalcitrante con la solución nuclear, y el gobierno conservador inglés, que hace “balconing” diplomático, le ha llamado “gallina” por no atreverse a apurar ese chupito. La carrera es entre Wallace, ministro de Defensa, que se expresa como un “hooligan” del Millwall (el del león rampante), y Truss, la primer ministro, que no oculta su “preparación” para tirar la bomba. Son la clase de gente que ha dilapidado, exclusivamente a fuerza de gamberradas, el mayor capital político acumulado por su partido; les queda la gamberrada mayor: una mascletá nuclear.
–Con todas esas tropas y esas armas a su disposición, ¿por qué no usarlas? –planteó un secretario de Estado, Madeleine Albrigh, al jefe del ejército, general Powell.
Si la Gran Bretaña se viese envuelta en una guerra nuclear, escribía Bertrand Russell en el 59, no se realizaría tentativa alguna para defender a la población civil, sino que se mantendría con vida un poco más tiempo a los que tienen a su cargo el disparar proyectiles dirigidos y bombas contra Rusia, a fin de que en sus últimos momentos puedan causar en Rusia algunos centenares de millones de muertes.
–Estos últimos supervivientes morirían sabiendo que su propia nación no existía ya, pero gozarían (así al menos hay que suponerla) con el dulce pensamiento de una venganza inútil.
Los dos grupos hostiles defendían la misma política, “incluso se alistan con frecuencia a la religión” en su apoyo: la mentalidad que hace posible justificar semejante política con motivos idealistas “es moralmente espantosa y envenena todo pensamiento y todo sentimiento sanos” en aquéllos que se dejan dominar por ella.
Nuestra época es la obra maestra de la corrupción y la frivolidad. Truss baraja la posibilidad de un nuevo Big Ben en su búnker (se supone que el de Sleepy Joe será el de Bush Jr., “en un lugar no revelado del norte de Virginia”), donde podría convertirse en la única inglesa superviviente, y ya nadie podría decirle fea, como Churchill a Bessie Braddock, la diputada laborista que le llamó “borracho”.
–Señora –replicó él–, usted es fea, y yo mañana por la mañana estaré sobrio.
Sólo que esta vez no habrá mañana.
[Martes, 18 de Octubre]